martes, 10 de marzo de 2009

El olor del dolor


“Estando aún en su vientre, Fausta ha visto con horror cómo unos malditos violaban a su madre. Nosotros también”.

Autor: Beto Ortiz

Magaly Solier no es una actriz, es una tempestad. Una granizada fantástica, una lluvia no predicha, una tormenta de nieve en la puna. La noche que se precipitó sobre nuestro programa, nos movió el piso a todos con su extraña hermosura. Su dulcísima inocencia te desarma por completo. Su sola presencia es una luz boreal que te hace parpadear y su figurita etérea –que las cámaras adoran– la emparenta con las diminutas hadas que merodeaban por el laberinto del fauno. Pero la profundidad de su mirada evidencia el tipo de inteligencia fiera que no puede evitar cierta suave simpatía por el mal. Si consigues sostenerle la mirada notarás que uno de sus ojos tiene una manchita, una nubecilla oscura, un lunar aciago, como si una gota de sangre ajena le hubiera salpicado en medio de quién sabe qué violencias. Es este rasgo casi invisible el que salva a Fausta –su memorable personaje- de ser la típica sufridita achachau de las estampas indigenistas. Fausta tiene sangre en el ojo, tiene cuentas pendientes, tiene el llanto de siglos embalsado, tiene rabia. Y la rabia siempre salva.Flotando en el aire acondicionado de mi oficina, escribiendo esto un sábado por la tarde, con el sol alardeando afuera y el canal casi vacío me siento Fausta sentadita en su cocina. Una doméstica inmóvil en su cocina impecable que, en realidad, ni siquiera es su cocina. Es la cocina de la dueña, ancha y ajena. No pues, no es esto con lo que ni ella ni nadie soñaría. Fausta está triste hoy, estuvo triste ayer, estará triste mañana. Corrección: Fausta no está triste, Fausta es triste. Por mucho que le regalen ropita nueva y me la vistan de bobos y festones. Cuando ya no es posible establecer su origen con precisión, la tristeza deja de ser un estado de ánimo y se convierte en una música de fondo, en un camino que se abre solito bajo tus pies, en un designio. O acaso en el mitológico castigo que mereces, en la sanción de un dios sabio que te hace mierda en nombre de lo mucho que te ama, un padre bueno al que –en el fondo– todo esto le duele mucho, pero mucho más que a ti

Estando aún en su vientre, Fausta ha visto con horror cómo unos malditos violaban a su madre. Nosotros también. Y lo seguimos viendo, todos los días de la vida. ¿No es acaso esta tierra herida en que vivimos una gran madre a la que vemos ultrajada una y mil veces por los mismos violadores que se turnan el festín? ¿Les pareció muy sorprendente que nuestro excelentísimo primer mandatario se haya abstenido estratégicamente de salir en la foto condecorando a Claudia Llosa? Ya pues, no seamos caídos del palto, tampoco había que sorprenderse tanto.
“Aquí estoy apestando a tristeza” –reza en quechua uno de esos ¿cánticos, mantras, salmos, letanías? mediante los cuales se van desenvolviendo asombrosamente las infinitas, exquisitas telas de cebolla –o de fardo funerario– que componen esta historia lancinante. La imagen no podía haber sido más certera: la tristeza aísla, aleja, encierra, confina, aburre, fatiga, enferma, asfixia, aniquila. Llevarla a cuestas equivale a convertirse en el portador perpetuo de un hedor insoportable que los ahuyenta a todos y que, sin embargo, con el paso del tiempo, se va volviendo cada vez más imperceptible a nuestro olfato hasta que llega el momento en que creemos que la peste se ha esfumado por completo. Grueso error. Sucede simplemente que ya nada huele a nada.
Porque es lo único que impide que su pobre alma muera de frío, porque la acompaña mejor que cualquier ser aún tibio y viviente, Fausta se aferra al cuerpo de su madre por las noches buscando en vano entre las sombras el eco imposible de sus canciones. No puede sepultarla, no sabe cómo, no tiene con qué. Y por lo tanto la lleva a la espalda, no permite que nadie se la arrebate. Es así. Nunca dejamos de cargar a nuestros muertos. Nunca. Ni como individuos ni como país. Por mucho que le temamos a los museos de la memoria. Por mucho que nos aconsejen que los pensemos menos, que no les recemos, que no son buenas las flores ni las velas, que no hay que retenerlos, que no es bueno llenar las ciudades de monumentos ni empapelar la casa con sus fotos, que hay que dejarlos irse y vagar libremente por el universo, lo cierto es que, por mucho que lo intentemos, nunca lograremos soltar nuestras manos de las suyas, ni resignarnos del todo a peregrinar solos y sin rumbo por el desierto ominoso, helado, interminable de la ausencia.
En la blanca bayeta que funge de mortaja de su madre, Fausta ha bordado la frase “No me olvides”. En ese preciso instante, en plena sala, un camarógrafo increíblemente imbécil enciende su reflector y lo dirige justo hacia la zona de la platea donde me he sentado, tratando de pasar un poco piola. El cine entero se viene abajo en pifias y reclamos contra el cretino que, acorralado, no tiene más remedio que apagar su prepotente luz. El absurdo incidente me desconcentra por completo, me hace perder la ilación y, por unos segundos, acaba con la magia. Pero más que furioso, estoy preocupado. Me asalta el machito temor de haber sido ampayado llorando.
El único perfume que nos queda disponible es la alegría. Y bajo ese femenino manto de melancolía, “La teta...” es, después de todo, un jubiloso, un furioso manifiesto de esperanza que no podría sino haber sido sentido, pensado, escrito, filmado, actuado, iluminado por ellas.
Vivan las mujeres. Porque aunque haya cadáveres velándose en las casas, las chicas modelan ilusionadas sus larguísimos velos de novia orlados de globos, las tías ayudan a amasar las bolitas de causa y los niños ensayan, para la actuación, sus coquetos zapateos de azotea. Porque masivos son siempre los matrimonios y nunca los funerales. Porque ante el ceniciento horizonte de los arenales hostiles de Manchay se oponen las guirnaldas, los trombones, el papel crepé, los ataúdes pintados de sunsets, de malcriadas, de “Y dale U”, el maravilloso colorinche vital de un pueblo que cuando no tiene fiestas se las inventa y que es capaz de bailar llevando en procesión la tabla de planchar, el corazón de Jesús o el colchón que habrán de regalarle a unos novios radiantes que no saldrían jamás en ningún catálogo de Ripley. Porque cuando, en las señoriales casonas, tan mustias y venidas a menos, se cierran, eléctricos, los garages a control remoto, allá afuera la vida bulle y sangra y entona robables canciones de sirenas que cuentan los granitos de quinua, uno por uno, como si de perlas Mikimoto se tratara. Porque si nuestra antigua alegría es invencible es porque surge desde el vientre de la tierra.. Como una papa, precisamente. Una papa germinada en esa otra papita prodigiosa. Papita peruana que florece, victoriosa, por obra y gracia de esa especie de nueva Sarita llamada Magaly Solier que, después de tantas lágrimas, consiguió parir por fin a la tristísima Fausta y, en ella, a todo este Perú bello y aturdido. Que en eso y solo en eso reside el arte: en dar a luz esa flor preciosa y desconocida que con tanto coraje han incubado, exhaustas y dichosas, tus entrañas.

1 comentarios:

Jorge dijo...

Ni en mis mas lugubres y humedos sueños, podria crer ni imagimar que tu Beto podrias expresar un sentimiento, una sensacion, una sensibilidad, ... una tristeza; tan similar a la mia.
Que las lagrinas broten frente a la teta, es peruanamente comprensible, y creo que magaly con su belleza andina extraña, con su canto melancolico y ansestral, pueda yo a travez de ella escuchar el clamor de miles de peruanos muertos, que solo piden ya descansar en paz.
Gracias Magaly