El pasado pesa, marca y condiciona el presente y el futuro
Por: León Trahtemberg
El ABC de la psicología enseña que toda persona tiene su historia, desde el momento que sus padres deciden concebirla. Los genes paternos, el vientre materno y luego la interacción con el medio ambiente harán única a esta persona. Cada una de sus actitudes y acciones tendrán el ADN de su historia y memoria personal, que queda registrada por siempre en su memoria consciente e inconsciente.
Los países tienen una vivencia análoga. El pasado pesa, marca y condiciona el presente y el futuro. Si ese proceso es sólido, acumulativo, autoregenerativo –cada vez que hay una lesión se procesa y cicatriza- la nación será integrada y sus ciudadanos podrán tolerarse con respeto y convivir democráticamente en paz. Si el proceso es discontinuo, reprime o pasa por alto sus lesiones, traumas y fracturas, habrá heridas sangrantes perpetuas que no cicatrizarán, impidiendo la convivencia en paz.
Los países que estudian su historia con la mayor honestidad e inclusive construyen monumentos y museos, no lo hacen con un afán masoquista sino más bien de recuerdo, catarsis, para tener a la vista aquello que quieren recordar para prevenir y para reconocer las huellas dejadas y los costos pagados por estos episodios.
Es lamentable que el gobierno y diversas autoridades locales se hayan negado sistemáticamente a mirarse en el espejo de la historia y hacer algo al respecto. En su opinión, las iniciativas que surgen de sectores preocupados por los Derechos Humanos no responden a la ideología política oficialista. Se resisten a facilitar que haya parques, museos, memorias. Se niegan a aceptar donaciones que hagan que, resuelto el tema económico, se abra el espacio para la ética del recuerdo honesto y necesario. Se asesina por segunda vez a los ya muertos por la demencia terrorista y las sinergias negativas que ésta produjo en algunos ámbitos militares y policiales.
Así, la desconfianza entre peruanos, la siempre latente intención electoral antisistema, la mutua discriminación entre peruanos, la sospecha subyacente contra la prédica o acción de cualquier autoridad, la intolerancia, el dolor y la rabia, serán los ingredientes de la arena movediza sobre la que se intenta construir el futuro del Perú.
Debemos protestar por el intento del gobierno de Alan García de acomodar a su criterio aquello que debe recordarse de nuestra historia, salteándose los episodios de violencia intraperuana de los años 1980 al 2000, rechazando los dos millones de dólares donados por el Gobierno alemán para la construcción de un Museo de la Memoria en homenaje a las víctimas de la violencia política entre 1980 y 2000.
Hay quienes reaccionan con hostilidad ante las iniciativas de recordar a las víctimas civiles, señalando la existencia de una injusta asimetría porque a las víctimas militares de la demencia senderista no se las pondera y recuerda adecuadamente. Sostienen que los defensores de los Derechos Humanos sesgan su foco de defensa hacia las víctimas del lado civil, y orientan su foco acusador no solo hacia los terroristas sino también hacia los policías y militares criminales y violadores.
Lo que quizá no entienden es que así ocurre en todas partes del mundo, no porque no se aprecie la vida de los militares y policías caídos, sino porque el estado tiene la responsabilidad y los medios para velar por la justicia y la legalidad, así como la obligación de ejercer el debido control cuando alguna de sus instituciones o agentes abusan o transgreden los límites del derecho. Esa desproporción de poder y capacidad de control y sanción del estado no la tienen las víctimas civiles individuales, sea que fueron afectados por los terroristas o por excesos criminales de las fuerzas del orden.
Es válido el reclamo de los oficialistas respecto a que debemos ponernos en ambos lados de la cancha. Es importante colocarse en el contexto de la enorme tensión en la que vivieron militares y policías, con muchas víctimas entre sus propias filas, para entender que muchas veces el contexto violento transforma a personas buenas en trasgresores. Pero esa búsqueda de comprensión, entendimiento, consideración y en algunos casos perdón requiere previamente conectarse con los hechos, aproximarse a la verdad sin vendajes, tocar las heridas y cocerlas, para luego sanarlas. El museo de la memoria puede ser un buen instrumento para ello, junto con un debate público alturado, comprensivo, conciliador con un presidente estadista en el rol orientador.
Si Alan García quiere reparar en su segundo gobierno no solo sus errores económicos del primero sino también las ocurrencias violentas de su primer gobierno, puede tener una buena oportunidad liderando esta apertura honesta al pasado. Ojala tenga la visión de estadista y se rectifique, para que los peruanos finalmente tengan la oportunidad de reconciliarse con su pasado y trabajar juntos por un futuro prometedor.
El ABC de la psicología enseña que toda persona tiene su historia, desde el momento que sus padres deciden concebirla. Los genes paternos, el vientre materno y luego la interacción con el medio ambiente harán única a esta persona. Cada una de sus actitudes y acciones tendrán el ADN de su historia y memoria personal, que queda registrada por siempre en su memoria consciente e inconsciente.
Los países tienen una vivencia análoga. El pasado pesa, marca y condiciona el presente y el futuro. Si ese proceso es sólido, acumulativo, autoregenerativo –cada vez que hay una lesión se procesa y cicatriza- la nación será integrada y sus ciudadanos podrán tolerarse con respeto y convivir democráticamente en paz. Si el proceso es discontinuo, reprime o pasa por alto sus lesiones, traumas y fracturas, habrá heridas sangrantes perpetuas que no cicatrizarán, impidiendo la convivencia en paz.
Los países que estudian su historia con la mayor honestidad e inclusive construyen monumentos y museos, no lo hacen con un afán masoquista sino más bien de recuerdo, catarsis, para tener a la vista aquello que quieren recordar para prevenir y para reconocer las huellas dejadas y los costos pagados por estos episodios.
Es lamentable que el gobierno y diversas autoridades locales se hayan negado sistemáticamente a mirarse en el espejo de la historia y hacer algo al respecto. En su opinión, las iniciativas que surgen de sectores preocupados por los Derechos Humanos no responden a la ideología política oficialista. Se resisten a facilitar que haya parques, museos, memorias. Se niegan a aceptar donaciones que hagan que, resuelto el tema económico, se abra el espacio para la ética del recuerdo honesto y necesario. Se asesina por segunda vez a los ya muertos por la demencia terrorista y las sinergias negativas que ésta produjo en algunos ámbitos militares y policiales.
Así, la desconfianza entre peruanos, la siempre latente intención electoral antisistema, la mutua discriminación entre peruanos, la sospecha subyacente contra la prédica o acción de cualquier autoridad, la intolerancia, el dolor y la rabia, serán los ingredientes de la arena movediza sobre la que se intenta construir el futuro del Perú.
Debemos protestar por el intento del gobierno de Alan García de acomodar a su criterio aquello que debe recordarse de nuestra historia, salteándose los episodios de violencia intraperuana de los años 1980 al 2000, rechazando los dos millones de dólares donados por el Gobierno alemán para la construcción de un Museo de la Memoria en homenaje a las víctimas de la violencia política entre 1980 y 2000.
Hay quienes reaccionan con hostilidad ante las iniciativas de recordar a las víctimas civiles, señalando la existencia de una injusta asimetría porque a las víctimas militares de la demencia senderista no se las pondera y recuerda adecuadamente. Sostienen que los defensores de los Derechos Humanos sesgan su foco de defensa hacia las víctimas del lado civil, y orientan su foco acusador no solo hacia los terroristas sino también hacia los policías y militares criminales y violadores.
Lo que quizá no entienden es que así ocurre en todas partes del mundo, no porque no se aprecie la vida de los militares y policías caídos, sino porque el estado tiene la responsabilidad y los medios para velar por la justicia y la legalidad, así como la obligación de ejercer el debido control cuando alguna de sus instituciones o agentes abusan o transgreden los límites del derecho. Esa desproporción de poder y capacidad de control y sanción del estado no la tienen las víctimas civiles individuales, sea que fueron afectados por los terroristas o por excesos criminales de las fuerzas del orden.
Es válido el reclamo de los oficialistas respecto a que debemos ponernos en ambos lados de la cancha. Es importante colocarse en el contexto de la enorme tensión en la que vivieron militares y policías, con muchas víctimas entre sus propias filas, para entender que muchas veces el contexto violento transforma a personas buenas en trasgresores. Pero esa búsqueda de comprensión, entendimiento, consideración y en algunos casos perdón requiere previamente conectarse con los hechos, aproximarse a la verdad sin vendajes, tocar las heridas y cocerlas, para luego sanarlas. El museo de la memoria puede ser un buen instrumento para ello, junto con un debate público alturado, comprensivo, conciliador con un presidente estadista en el rol orientador.
Si Alan García quiere reparar en su segundo gobierno no solo sus errores económicos del primero sino también las ocurrencias violentas de su primer gobierno, puede tener una buena oportunidad liderando esta apertura honesta al pasado. Ojala tenga la visión de estadista y se rectifique, para que los peruanos finalmente tengan la oportunidad de reconciliarse con su pasado y trabajar juntos por un futuro prometedor.
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