Facundo Cabral, irreverente y delicioso, define a un cura como la persona a la que todos llaman padre, excepto sus hijos que le dicen tío.
Provengo de un pueblo en la que las historias de curas son parte de la cultura popular. De hecho alguna vez conocí a un curita que fue expulsado de la iglesia por ser amante más de Baco que del cáliz de la Nueva Alianza y que, para suerte nuestra, compró una destartalada camioneta en la que vendía frutas en el mercado, muchas de las cuales nos eran obsequiadas con paternal dulzura. Lo raro del asunto era que la fruta tenía otro dueño y El Sacristán, como todo mundo le llamaba, pronto desapareció de nuestra vida diaria.
En la secundaria estudié con Manuel, un casi orate que dejó todo por el sacerdocio, aunque desde nuestra época de colegiales todos sabíamos que eso de ser sacerdote era una farsa para impresionarnos e impresionar a una novia adolescente que le jugó las cartas de la infidelidad. Después de algunos años de atender a su rebaño, lo único que le reclamamos a nuestro amigo es que las cervezas ya no se las toma con nosotros sino con sus colegas de encierro sacrosanto.
No ha muchos meses, el cura simpaticón que veía pasar cada mañana frente a mi casa en una barriada de La Esperanza, se dejó vencer por el amor de una joven y bella morena con la que hoy tiene dos bellos hijos y un matrimonio feliz. Por supuesto que eso le costó su lugar en el púlpito y una fama disfrazada de crónica de espectáculos. Sin embargo creo que para nada extraña su Alemania natal y encuentra más mágico vivir alegrando a la gente común y corriente en los arenales de Manuel Arévalo que la vida segura en el país teutón.
Cada vez que leo a Vallejo, agradezco la bendita hora en que un par de curas aprovechados colgaron las sotanas por minutos gloriosos y disfrutaron del pan de vida y el cáliz de salvación llamado mujer. Esos curas tuvieron un nieto que desde hace décadas nos pone en nuestro lugar de hombres, con su divina poesía.
Y si decidiera seguir mencionando a los curitas que sucumbieron ante lo terrenal, gastaría el teclado de mi computadora. Y ya mucho se ha dicho y escrito sobre ello. Incluso ahora, leyendo los periódicos, me entero de que algún sacerdote, famoso en la tele, fue descubierto en ropa de baño y veraneando junto a los dulces besos de una chica. El escándalo, como siempre, se confunde con el pecado más grande del universo.
Sinceramente, y a pesar de mis diferencias con los curas, creo que es una reverenda tontería impedir que los curas amen. Después de todo, una de las órdenes de Diosito fue la de reproducirnos y, quién no lo sabe ya, para reproducirse se necesita de un hombre y una mujer, los dos bien dispuestos.
Pero, más allá de las órdenes del tal Diosito, la cuestión es mucho más terrenal todavía. Mi bella profesora de Psicología me enseño que la sexualidad es una necesidad elemental en el ser humano. Y nos hizo entender que elemental era sinónimo de fundamental, de inevitable e irrenunciable. Más aún, si a Diosito no le hubiese interesado que los machos y las hembras nos juntáramos, tuviésemos nuestras costillas completas y ninguna mujer que nos haga la vida a cuadritos… o a cabalgatas.
Entonces, si es así, ¿por qué tanto escándalo porque un curita, que al fin y al cabo es un ser humano como cualquiera de nosotros, le da besitos a una chica en la playa? Creo que es por el simple hecho de lo que nuestro desgastado presidente llama El síndrome del perro del hortelano, aunque ese término es birlado de alguna fábula de tiempos mejores. Y no creo que la familia (eso que llamamos célula fundamental de la sociedad) sea un impedimento para que nuestros curitas ejerzan su profesión, ya sea como presidentes de alguna república o como músicos en pizzerías y restaurantes.
En fin, felicito a los curitas que se liberaron de los prejuicios. En eso también hay un rasgo de libertad, aunque eso le reste divinidad a la hipocresía de aquellos que dicen llamarse los representantes de Jesús en la tierra.
Si no, que todos los Benites de Trujillo que tuvieron a un tío curita, se corten la yugular por ser hijos de la pasión desmedida y la piel erizada.
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