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Lo llamaban el sueño americano. En medio de la crisis, tiene otros nombres. Unos dicen que sólo se trata de una siesta. Otros creen que es una pesadilla y que será permanente.
A través de los tiempos, ese sueño ha sido la creencia de que en Estados Unidos todo es posible para quien se atreva a soñar y a trabajar con empeño.
Creer que la riqueza y la felicidad son inagotables es la primera característica del sueño americano, y acaso la más peligrosa.
En los años recientes, esa suposición hizo que los estadounidenses se endeudaran por encima de sus niveles de riesgo y que los bancos reventaran la burbuja de la especulación. Los resultados son conocidos por todos.
Es importante, eso sí entender, que no sólo los bancos se propusieron hacer que la gente se empeñara hasta la camisa sino que la propia gente estaba loca por empeñarla.
Pagar con la chequera, y no con la tarjeta, era condenarse a no ser considerado sujeto de crédito. Tratar de cancelar cuanto antes la hipoteca era visto por algunos como una actividad idiota, si no sospechosa y, presumiblemente, “antiamericana”
Empujados por el sentimiento de seguridad inagotable y por la creencia en el pleno empleo, los más han ignorado en este país el ahorro. La gente compraba a plazos sin averiguar cuál era el interés efectivo sino más bien el número de plazos, que las más de las veces excedía los meses y años de su propia vida.
Ahora, se comprueba que la superabundancia nunca existió, y que sólo se estaba pagando a plazos el desastre. El mito, sin embargo, se expresaba en gigantescos vehículos militares para algún solitario pretencioso, colosales dispendios de energía para una familia mínima, la compra cada cierto tiempo de una laptop, un teléfono móvil o un i-pod diferente, el consumo de raciones de comida para gigantes y la fábrica de niños obesos. En Londres, Madrid o Roma, todavía la gente seca su ropa al calor del sol. En los Estados Unidos, el apartamento más económico se vende o se arrienda equipado con cocina, dishwasher, refrigeradora, microondas, cable, lavadora y secadora.
Lo terrible es que todo ese dispendio llegó acompañado por el olvido absoluto de los valores que hicieron el sueño americano de los pioneros, la renuncia a la filosofía de los fundadores de la libertad y el desprecio cínico por las creencias de las parejas que conducían un buey, una carreta y cuatro chiquillos hacia el Lejano Oeste. La tierra de la ingenuidad, de la integridad y de la ética no lo fue más. Esos bienes fueron suplidos por la avidez, el egoísmo, el capitalismo feroz, el insaciable hedonismo y la ignorancia más insoportable.
En un país, donde todo está en venta, hasta la cultura fue “marqueteada”. En las universidades se inventaron los créditos para objetivar el conocimiento, parcelarlo y venderlo en las raciones absolutamente necesarias para entrar cuanto antes al carnicero mercado del trabajo. Los jóvenes que llegan a la universidad suelen ignorar cuándo se independizó este país y qué potencias pelearon en la Segunda Guerra Mundial, y continúan sin saberlo al salir si no les son imprescindibles algunos créditos de historia.
La bandera de libertad empuñada en los combates del Pacífico o en las playas de Normandía fue abandonada en todas las guerras posteriores. Ese principio constitucional sólo sirve ahora para defender con ardor frenético a los que venden armas y para canonizar como buenos americanos a quienes las compran y salen el fin de semana a mutilar venados. Sirve también para olvidar a los paranoicos que compran miras telescópicas y apuntan con cuidado a sus futuros blancos en la escuela de la esquina.
Una información de la Pfizer dice que las compras de Lipitor se han reducido muy significativamente en los Estados Unidos. Si consideramos que abandonar el reductor de colesterol puede tener consecuencias fatales, eso significa que hemos tocado fondo.
Por fortuna, en las últimas elecciones no se ha producido solamente una alternancia de administradores. El nuevo gobierno proclama que un cambio radical es imprescindible, y a pocos meses de iniciar su trabajo, tanto el presidente Obama como una mayoría abrumadora de la población proclaman que el único camino a tomar es el camino de vuelta a los principios que sustentaron siempre el sueño americano.
Quienes defendemos a los inmigrantes creemos que el cambio pasa por darles legalidad. Eso no es tan sólo rentable para el fisco e indispensable para el exhausto Seguro Social, sino que las comunidades hispanas serán un ejemplo de los principios que aquí se olvidaron cuando se convirtió la familia en una sociedad mercantil.
El cambio pasa por la gratuidad de la educación, la generalización de los servicios de salud y la extirpación de la miseria. .
Para que el sueño americano no sea ya una pesadilla, hay que gobernar desde la política y la filosofía, y no desde la economía. Hay que denunciar la deificación del capital, un becerro de oro ante el cual se ha vuelto a los sacrificios humanos. Hay que mundializar la utopía dentro de un proyecto global. Hay que recuperar la dimensión ética de la aventura humana. Hay que dejar de leer los índices del mercado y volver a las páginas del viejo Aristóteles, quien sostenía que no tiene sentido ningún invento humano ni acto alguno de gobierno, si no viene ligado al objetivo imprescindible del bien común. Y todo eso significa que habrá que volver a soñar.
Creer que la riqueza y la felicidad son inagotables es la primera característica del sueño americano, y acaso la más peligrosa.
En los años recientes, esa suposición hizo que los estadounidenses se endeudaran por encima de sus niveles de riesgo y que los bancos reventaran la burbuja de la especulación. Los resultados son conocidos por todos.
Es importante, eso sí entender, que no sólo los bancos se propusieron hacer que la gente se empeñara hasta la camisa sino que la propia gente estaba loca por empeñarla.
Pagar con la chequera, y no con la tarjeta, era condenarse a no ser considerado sujeto de crédito. Tratar de cancelar cuanto antes la hipoteca era visto por algunos como una actividad idiota, si no sospechosa y, presumiblemente, “antiamericana”
Empujados por el sentimiento de seguridad inagotable y por la creencia en el pleno empleo, los más han ignorado en este país el ahorro. La gente compraba a plazos sin averiguar cuál era el interés efectivo sino más bien el número de plazos, que las más de las veces excedía los meses y años de su propia vida.
Ahora, se comprueba que la superabundancia nunca existió, y que sólo se estaba pagando a plazos el desastre. El mito, sin embargo, se expresaba en gigantescos vehículos militares para algún solitario pretencioso, colosales dispendios de energía para una familia mínima, la compra cada cierto tiempo de una laptop, un teléfono móvil o un i-pod diferente, el consumo de raciones de comida para gigantes y la fábrica de niños obesos. En Londres, Madrid o Roma, todavía la gente seca su ropa al calor del sol. En los Estados Unidos, el apartamento más económico se vende o se arrienda equipado con cocina, dishwasher, refrigeradora, microondas, cable, lavadora y secadora.
Lo terrible es que todo ese dispendio llegó acompañado por el olvido absoluto de los valores que hicieron el sueño americano de los pioneros, la renuncia a la filosofía de los fundadores de la libertad y el desprecio cínico por las creencias de las parejas que conducían un buey, una carreta y cuatro chiquillos hacia el Lejano Oeste. La tierra de la ingenuidad, de la integridad y de la ética no lo fue más. Esos bienes fueron suplidos por la avidez, el egoísmo, el capitalismo feroz, el insaciable hedonismo y la ignorancia más insoportable.
En un país, donde todo está en venta, hasta la cultura fue “marqueteada”. En las universidades se inventaron los créditos para objetivar el conocimiento, parcelarlo y venderlo en las raciones absolutamente necesarias para entrar cuanto antes al carnicero mercado del trabajo. Los jóvenes que llegan a la universidad suelen ignorar cuándo se independizó este país y qué potencias pelearon en la Segunda Guerra Mundial, y continúan sin saberlo al salir si no les son imprescindibles algunos créditos de historia.
La bandera de libertad empuñada en los combates del Pacífico o en las playas de Normandía fue abandonada en todas las guerras posteriores. Ese principio constitucional sólo sirve ahora para defender con ardor frenético a los que venden armas y para canonizar como buenos americanos a quienes las compran y salen el fin de semana a mutilar venados. Sirve también para olvidar a los paranoicos que compran miras telescópicas y apuntan con cuidado a sus futuros blancos en la escuela de la esquina.
Una información de la Pfizer dice que las compras de Lipitor se han reducido muy significativamente en los Estados Unidos. Si consideramos que abandonar el reductor de colesterol puede tener consecuencias fatales, eso significa que hemos tocado fondo.
Por fortuna, en las últimas elecciones no se ha producido solamente una alternancia de administradores. El nuevo gobierno proclama que un cambio radical es imprescindible, y a pocos meses de iniciar su trabajo, tanto el presidente Obama como una mayoría abrumadora de la población proclaman que el único camino a tomar es el camino de vuelta a los principios que sustentaron siempre el sueño americano.
Quienes defendemos a los inmigrantes creemos que el cambio pasa por darles legalidad. Eso no es tan sólo rentable para el fisco e indispensable para el exhausto Seguro Social, sino que las comunidades hispanas serán un ejemplo de los principios que aquí se olvidaron cuando se convirtió la familia en una sociedad mercantil.
El cambio pasa por la gratuidad de la educación, la generalización de los servicios de salud y la extirpación de la miseria. .
Para que el sueño americano no sea ya una pesadilla, hay que gobernar desde la política y la filosofía, y no desde la economía. Hay que denunciar la deificación del capital, un becerro de oro ante el cual se ha vuelto a los sacrificios humanos. Hay que mundializar la utopía dentro de un proyecto global. Hay que recuperar la dimensión ética de la aventura humana. Hay que dejar de leer los índices del mercado y volver a las páginas del viejo Aristóteles, quien sostenía que no tiene sentido ningún invento humano ni acto alguno de gobierno, si no viene ligado al objetivo imprescindible del bien común. Y todo eso significa que habrá que volver a soñar.
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