Por: Enrique Plasencia Calvanapon
kikito2404@hotmail.com
En el país de los récords, no tener uno es un pecado mortal.
Aquí siempre estamos a la caza de algún récord. El cebiche más grande del mundo, el zapato más grande del mundo, la papa rellena más larga del mundo, el premio mundial de poesía, y una larga fila más de etcéteras que, creemos, nos suben la autoestima y nos hace mejores.
Más allá de las propias ambiciones personales, el afán figuretista nos lanza, a veces, hasta el último confín de lo absurdo.
Pero el récord al que voy a referirme en estas líneas, nada tiene que ver con lo anterior, sino más bien con una especie de inconsciente colectivo, casi invencible y, de lejos, con una enfermiza atracción por los números.
Sigo una maestría en una universidad local. Desde un inicio, ésta se presentó, digámoslo así, digerible y sin exigir la necesidad de quemarse las pestañas para aprobar tal o cual curso. Sin embargo, el último de ellos se presentó harto distinto y, casi, amenazante.
Es que cómo van a enseñarnos Estadística, pues, si apenas aprobamos Matemática I y esto nada tiene que ver en nuestra formación de docentes del siglo XXI. No, no y no. Teníamos que empezar por lo súper basic, por lo papayita, por lo que nos permita acercarnos más a la etiqueta fabulosa que diga 20. Pero a la universidad y, en especial a la profesora, se le ocurrió que debíamos probar un curso de verdadero nivel y ahí empezaron los problemas.
Lo cierto es que ese curso fue un espejo para mirar nuestra verdadera formación anterior. Porque una cosa es hablar de papas en vez de camotes y otra muy distinta regalar sogas en la casa del ahorcado. Ahí nos vimos, todos, totalmente enclenques ante un curso de nivel medio y, por primera vez en un año, fui testigo de que muchos de mis colegas se pasaron mañana, tarde y noche en una especie de trance, tratando de recuperar el tiempo perdido. Por supuesto, me sumé a ellos y emprendimos una aventura para demostrarnos a nosotros mismos, que de algo valdría la pena desandar lo mal andado.
Ya libres del susodicho curso, cada vez que me encuentro con alguno de mis condiscípulos, en la calle o en el chat, la pregunta es siempre la misma: ¿Cuánto sacaste en estadística? La respuesta, también es la misma: no me importa mucho eso. Importa que me di cuenta que estoy en pañales en muchos aspectos de mi formación.
Una amiga entrañable, al escuchar mi respuesta, me dijo irónicamente: “por tu respuesta asumo que te sacaste baja nota. Qué lástima porque eso nos malogra el récord”. No hay que ser muy inteligente para asumir que el récord en referencia es el récord académico, ése que, desde no sabemos cuándo, nos coloca a todos en una escala de 0 a 20 y que, en función de la ubicación en el mismo nos hace buenos o malos estudiantes. Y, por extensión, personas buenas o personas malas.
O sea, para mi amiga no es importante la carencia de habilidades y aptitudes, incluso de actitudes, sino la “baja calificación” obtenida. Aquí se cumple aquel viejo proverbio oriental: Cuando el sabio señala el sol con el dedo, el necio mira el dedo. Desde ese punto de vista, el problema del magisterio peruano sería solucionado de un solo brochazo obligando a que en los sistemas de evaluación se coloque 20 a todos. Así de sencillo resultaba la cosa. Lástima que yo sea tan torpe y no entienda esa lógica.
Y no entiendo, tampoco, que una docente a quien le preocupa mucho su perfeccionamiento docente, manifieste muy suelta de huesos que la escala vigesimal es útil con sus alumnos porque “son de primaria, pues y ahí la nota importa mucho”. ¿Será por eso que seguimos en los últimos lugares en las pruebas de comprensión lectora, por ejemplo?
Pobre Mariátegui. Tenemos que expulsarlo de nuestro ideario porque él nunca pudo obtener ni siquiera un cero. Ni siquiera pudo ir a la escuela.
Y es más: debemos expulsar de todos los centros de enseñanza a aquellos maestros que impiden que lleguemos al 20, por actos reñidos contra las buenas costumbres.
kikito2404@hotmail.com
En el país de los récords, no tener uno es un pecado mortal.
Aquí siempre estamos a la caza de algún récord. El cebiche más grande del mundo, el zapato más grande del mundo, la papa rellena más larga del mundo, el premio mundial de poesía, y una larga fila más de etcéteras que, creemos, nos suben la autoestima y nos hace mejores.
Más allá de las propias ambiciones personales, el afán figuretista nos lanza, a veces, hasta el último confín de lo absurdo.
Pero el récord al que voy a referirme en estas líneas, nada tiene que ver con lo anterior, sino más bien con una especie de inconsciente colectivo, casi invencible y, de lejos, con una enfermiza atracción por los números.
Sigo una maestría en una universidad local. Desde un inicio, ésta se presentó, digámoslo así, digerible y sin exigir la necesidad de quemarse las pestañas para aprobar tal o cual curso. Sin embargo, el último de ellos se presentó harto distinto y, casi, amenazante.
Es que cómo van a enseñarnos Estadística, pues, si apenas aprobamos Matemática I y esto nada tiene que ver en nuestra formación de docentes del siglo XXI. No, no y no. Teníamos que empezar por lo súper basic, por lo papayita, por lo que nos permita acercarnos más a la etiqueta fabulosa que diga 20. Pero a la universidad y, en especial a la profesora, se le ocurrió que debíamos probar un curso de verdadero nivel y ahí empezaron los problemas.
Lo cierto es que ese curso fue un espejo para mirar nuestra verdadera formación anterior. Porque una cosa es hablar de papas en vez de camotes y otra muy distinta regalar sogas en la casa del ahorcado. Ahí nos vimos, todos, totalmente enclenques ante un curso de nivel medio y, por primera vez en un año, fui testigo de que muchos de mis colegas se pasaron mañana, tarde y noche en una especie de trance, tratando de recuperar el tiempo perdido. Por supuesto, me sumé a ellos y emprendimos una aventura para demostrarnos a nosotros mismos, que de algo valdría la pena desandar lo mal andado.
Ya libres del susodicho curso, cada vez que me encuentro con alguno de mis condiscípulos, en la calle o en el chat, la pregunta es siempre la misma: ¿Cuánto sacaste en estadística? La respuesta, también es la misma: no me importa mucho eso. Importa que me di cuenta que estoy en pañales en muchos aspectos de mi formación.
Una amiga entrañable, al escuchar mi respuesta, me dijo irónicamente: “por tu respuesta asumo que te sacaste baja nota. Qué lástima porque eso nos malogra el récord”. No hay que ser muy inteligente para asumir que el récord en referencia es el récord académico, ése que, desde no sabemos cuándo, nos coloca a todos en una escala de 0 a 20 y que, en función de la ubicación en el mismo nos hace buenos o malos estudiantes. Y, por extensión, personas buenas o personas malas.
O sea, para mi amiga no es importante la carencia de habilidades y aptitudes, incluso de actitudes, sino la “baja calificación” obtenida. Aquí se cumple aquel viejo proverbio oriental: Cuando el sabio señala el sol con el dedo, el necio mira el dedo. Desde ese punto de vista, el problema del magisterio peruano sería solucionado de un solo brochazo obligando a que en los sistemas de evaluación se coloque 20 a todos. Así de sencillo resultaba la cosa. Lástima que yo sea tan torpe y no entienda esa lógica.
Y no entiendo, tampoco, que una docente a quien le preocupa mucho su perfeccionamiento docente, manifieste muy suelta de huesos que la escala vigesimal es útil con sus alumnos porque “son de primaria, pues y ahí la nota importa mucho”. ¿Será por eso que seguimos en los últimos lugares en las pruebas de comprensión lectora, por ejemplo?
Pobre Mariátegui. Tenemos que expulsarlo de nuestro ideario porque él nunca pudo obtener ni siquiera un cero. Ni siquiera pudo ir a la escuela.
Y es más: debemos expulsar de todos los centros de enseñanza a aquellos maestros que impiden que lleguemos al 20, por actos reñidos contra las buenas costumbres.
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