César Lévano
cesar.levano@diariolaprimeraperu.com
La Pr1mera, 31 de octubre del 2009
Quienes hablan sobre la canción popular de Lima suelen ignorar que el vals criollo fue inventado en el Rímac por morenos que eran obreros más que jaranistas. Un prototipo puede ser Nicanor Casas Aguayo, el tranviario que compuso “El Capulí” y también la polca “Ingrata palomita”.
Aún se discute si el vals “Ídolo”, que en los años 30 entonaban en la calle todos los borrachitos que habían amanecido en una serenata, es de Nicanor Casas o de Braulio Sancho Dávila, otro músico bajopontino.
Quienes hemos nacido en la franja popular de la capital y algo conocemos de la historia social del país no podemos olvidar que uno de los focos del sindicalismo naciente y de la lucha por la jornada de ocho horas estuvo en Vitarte, gran centro textil, y que allí se instalaron los compases de la canción criolla en las voces de quienes eran a la par dirigentes sindicales.
Puedo mencionar al negro Fernando Borjas, anarquista sobreviviente de la masacre de Iquique que luego fue uno de los ocho fundadores del Partido Socialista de José Carlos Mariátegui. Tenía una voz ancha y poderosa, me contaron algunos patriarcas obreros. Guitarrista y cantor criollo era también el dirigente vitartino Alberto Benites.
Entre los privilegios de que he disfrutado está la amistad con Elías y Augusto Áscuez, dos morenos que se la sabían todas de la música popular de Lima. ¿Habrá alguna vez voces como las suyas? Cierta noche, en mi casa, allá por 1960, Augusto me contó, delante de amigos mutuos como Manuel Acosta y Carlos Hayre, que a él de joven le decían “el negro serrano”, porque le gustaba cantar huaynos y yaravíes. Los Áscuez eran maestros de construcción.
Apunto aquí a matar dos pájaros de un tiro. A subrayar el carácter no sólo urbano, sino también proletario, de la música limeña inicial, y la apertura fraterna de sus mejores cultores respecto de la música andina.
El artista, el artista auténtico, sabe que sólo hay un gran distingo en la música: música buena y música mala. Lo comprobé en los años 60, cuando acudíamos, con Pablo Casas Padilla, el autor de “Anita”, “Juanita”, “Olga” y “Digna”, y con Manuel Acosta al Coliseo Nacional.
Esta noche, en la Casona de San Marcos se rinde homenaje a dos maestros del arte musical que abarcan lo mejor de dos mundos, lo costeño y lo andino, y lo popular y lo académico: Alicia Maguiña y Celso Garrido Lecca.
Desde que, a los 14 años, compuso “Inocente amor”, Alicia ha demostrado ser extraordinaria compositora, intérprete e investigadora de lo popular.
Por su parte, Celso es compositor laureado internacionalmente, gran animador cultural y renovador de la enseñanza musical. Como director del Conservatorio Nacional de Música hizo llegar los vientos del pueblo a las almidonadas aulas de la tradición prejuiciosa.
cesar.levano@diariolaprimeraperu.com
La Pr1mera, 31 de octubre del 2009
Quienes hablan sobre la canción popular de Lima suelen ignorar que el vals criollo fue inventado en el Rímac por morenos que eran obreros más que jaranistas. Un prototipo puede ser Nicanor Casas Aguayo, el tranviario que compuso “El Capulí” y también la polca “Ingrata palomita”.
Aún se discute si el vals “Ídolo”, que en los años 30 entonaban en la calle todos los borrachitos que habían amanecido en una serenata, es de Nicanor Casas o de Braulio Sancho Dávila, otro músico bajopontino.
Quienes hemos nacido en la franja popular de la capital y algo conocemos de la historia social del país no podemos olvidar que uno de los focos del sindicalismo naciente y de la lucha por la jornada de ocho horas estuvo en Vitarte, gran centro textil, y que allí se instalaron los compases de la canción criolla en las voces de quienes eran a la par dirigentes sindicales.
Puedo mencionar al negro Fernando Borjas, anarquista sobreviviente de la masacre de Iquique que luego fue uno de los ocho fundadores del Partido Socialista de José Carlos Mariátegui. Tenía una voz ancha y poderosa, me contaron algunos patriarcas obreros. Guitarrista y cantor criollo era también el dirigente vitartino Alberto Benites.
Entre los privilegios de que he disfrutado está la amistad con Elías y Augusto Áscuez, dos morenos que se la sabían todas de la música popular de Lima. ¿Habrá alguna vez voces como las suyas? Cierta noche, en mi casa, allá por 1960, Augusto me contó, delante de amigos mutuos como Manuel Acosta y Carlos Hayre, que a él de joven le decían “el negro serrano”, porque le gustaba cantar huaynos y yaravíes. Los Áscuez eran maestros de construcción.
Apunto aquí a matar dos pájaros de un tiro. A subrayar el carácter no sólo urbano, sino también proletario, de la música limeña inicial, y la apertura fraterna de sus mejores cultores respecto de la música andina.
El artista, el artista auténtico, sabe que sólo hay un gran distingo en la música: música buena y música mala. Lo comprobé en los años 60, cuando acudíamos, con Pablo Casas Padilla, el autor de “Anita”, “Juanita”, “Olga” y “Digna”, y con Manuel Acosta al Coliseo Nacional.
Esta noche, en la Casona de San Marcos se rinde homenaje a dos maestros del arte musical que abarcan lo mejor de dos mundos, lo costeño y lo andino, y lo popular y lo académico: Alicia Maguiña y Celso Garrido Lecca.
Desde que, a los 14 años, compuso “Inocente amor”, Alicia ha demostrado ser extraordinaria compositora, intérprete e investigadora de lo popular.
Por su parte, Celso es compositor laureado internacionalmente, gran animador cultural y renovador de la enseñanza musical. Como director del Conservatorio Nacional de Música hizo llegar los vientos del pueblo a las almidonadas aulas de la tradición prejuiciosa.
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