Por: Luis Enrique Plasencia
Cuando estaba en la escuela, hace ya casi tres décadas, circulaba aquella leyenda que cuenta cómo algunas personas eran arrojadas a la maquinaria de los ingenios azucareros para “que sirvieran de alimento a esas grandes máquinas”. No creo que haya existido una cosa así, aunque siempre he dudado de la buena fe de los dueños de las azucareras.
Eduardo Galeano dedica muchas páginas a analizar el fenómeno del “Rey Azúcar” y nos acerca a una historia nefasta en la que se mezcla el dinero, el poder, el abuso y todas las más negras producciones que genera el capitalismo bárbaro de casi todos los tiempos.
Se ha hablado mucho del avance tecnológico y el mejoramiento de los sistemas de producción. Se ha hecho poco para que ese avance permita un mejor aprovechamiento de los recursos y permitir que el planeta siga dándonos asilo y belleza. En el caso del azúcar, lo que se ha avanzado resulta siendo vergonzoso.
Los dos últimos días han sido la demostración de ello. No sé cuántas toneladas de cenizas han sido arrojadas al viento por las empresas azucareras. Lo que sí sé es la ciudad de Trujillo ha recibido mucha más contaminación de la que habitualmente lanzan los automóviles. Las calles, los patios, los techos y hasta los interiores de las casas han sufrido la invasión de estas cenizas que no son otra cosa que el resultado de la quema indiscriminada de la caña que se está cosechando en las tierras que circundan la ciudad.
No he escuchado a ninguno de nuestros candidatos pronunciarse al respecto. El acontecimiento no ha merecido un titular en los periódicos y nadie comenta al respecto. Yo, por olvido, dejé abierta una de las ventanas de mi casa y ésta parece un almacén de negra esencia. Todo: vajilla, ropa, muebles, artefactos, etc. han sido víctimas de la invasión terrible. En la calle, muchas personas trataban de cubrirse como podían y otras estornudaban a más no poder, en un intento de su cuerpo por repeler la alergia inminente.
¿Cuánto nos costará a los miles de trujillanos esta ceniza? Difícil saberlo. Pero estoy seguro que las compañías sí saben cuál es el ahorro que les genera recurrir al anticuado proceso de quema, en vez de utilizar otras técnicas que no sólo protegieran a quienes consumimos su producto, o sea sus clientes, sino al suelo que, en cada neronada, va perdiendo nitrógeno y otros elementos esenciales para la vida.
Desde hace unos días, el Ministerio de Salud viene recomendando que no se queme la caña de azúcar para evitar que las ratas huyan hacia las casas y se conviertan en potenciales transmisoras de la terrible peste bubónica que en estos días se yergue amenazante sobre el Valle Chicama. No se oye, padre, parecen decir los responsables de estas empresas, empeñados más en ahorrar costos que en promover desarrollo.
¿Y los precios del azúcar? Parafraseando al mismo Galeano, diremos que el mundo sigue cabiendo (o cupiendo) en un grano de azúcar.
Cuando estaba en la escuela, hace ya casi tres décadas, circulaba aquella leyenda que cuenta cómo algunas personas eran arrojadas a la maquinaria de los ingenios azucareros para “que sirvieran de alimento a esas grandes máquinas”. No creo que haya existido una cosa así, aunque siempre he dudado de la buena fe de los dueños de las azucareras.
Eduardo Galeano dedica muchas páginas a analizar el fenómeno del “Rey Azúcar” y nos acerca a una historia nefasta en la que se mezcla el dinero, el poder, el abuso y todas las más negras producciones que genera el capitalismo bárbaro de casi todos los tiempos.
Se ha hablado mucho del avance tecnológico y el mejoramiento de los sistemas de producción. Se ha hecho poco para que ese avance permita un mejor aprovechamiento de los recursos y permitir que el planeta siga dándonos asilo y belleza. En el caso del azúcar, lo que se ha avanzado resulta siendo vergonzoso.
Los dos últimos días han sido la demostración de ello. No sé cuántas toneladas de cenizas han sido arrojadas al viento por las empresas azucareras. Lo que sí sé es la ciudad de Trujillo ha recibido mucha más contaminación de la que habitualmente lanzan los automóviles. Las calles, los patios, los techos y hasta los interiores de las casas han sufrido la invasión de estas cenizas que no son otra cosa que el resultado de la quema indiscriminada de la caña que se está cosechando en las tierras que circundan la ciudad.
No he escuchado a ninguno de nuestros candidatos pronunciarse al respecto. El acontecimiento no ha merecido un titular en los periódicos y nadie comenta al respecto. Yo, por olvido, dejé abierta una de las ventanas de mi casa y ésta parece un almacén de negra esencia. Todo: vajilla, ropa, muebles, artefactos, etc. han sido víctimas de la invasión terrible. En la calle, muchas personas trataban de cubrirse como podían y otras estornudaban a más no poder, en un intento de su cuerpo por repeler la alergia inminente.
¿Cuánto nos costará a los miles de trujillanos esta ceniza? Difícil saberlo. Pero estoy seguro que las compañías sí saben cuál es el ahorro que les genera recurrir al anticuado proceso de quema, en vez de utilizar otras técnicas que no sólo protegieran a quienes consumimos su producto, o sea sus clientes, sino al suelo que, en cada neronada, va perdiendo nitrógeno y otros elementos esenciales para la vida.
Desde hace unos días, el Ministerio de Salud viene recomendando que no se queme la caña de azúcar para evitar que las ratas huyan hacia las casas y se conviertan en potenciales transmisoras de la terrible peste bubónica que en estos días se yergue amenazante sobre el Valle Chicama. No se oye, padre, parecen decir los responsables de estas empresas, empeñados más en ahorrar costos que en promover desarrollo.
¿Y los precios del azúcar? Parafraseando al mismo Galeano, diremos que el mundo sigue cabiendo (o cupiendo) en un grano de azúcar.
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