Por: Salomón Lerner F.
Fuente: Diario La República
Existen circunstancias en las que pueblos y personas, de modo imperceptible, tocados por los dilemas urgentes de la actualidad, transitan rápidamente del análisis racional, que brinda razones y posibilidades que no pueden ser dejadas de lado, a la dimensión anímica de lo irracional; así, abandonando la serenidad que siempre debe acompañar a la reflexión para que ella sea certera y eficaz, abrazan prontamente la que pareciera ser una solución que aparece en un comienzo como la menos perniciosa. El grave problema es que, como se ha anotado, en estas personas las movimientos del alma conducen a una defensa de la postura ya elegida, olvidando que ella ha sido asumida como una opción condicionada y crítica. El discernimiento cauteloso cede el paso, de este modo, a un embelesamiento y hasta a un fervor militante por la opción proclamada. Se produce así el anonadamiento de la distancia crítica que siempre nos debiera acompañar y se incurre en una suerte de alienación que nos lleva a distorsionar una realidad compleja e insatisfactoria que antes apreciábamos con lucidez.
Hablamos, pues, de una claudicación como la que de algún modo se está dando en las actuales circunstancias electorales que se viven en el Perú. Una conjunción de factores nos ha colocado a muchos en la triste disyuntiva de elegir entre dos opciones que, en circunstancias distintas, veríamos como inaceptables. Y sin embargo, hay que elegir. Y es ahí donde nuestro discernimiento es puesto a prueba en la medida en que ya no se trata de optar entre lo que consideramos lo mejor para cada uno y para la colectividad; por el contrario, se trata de decidir sobre lo que prevemos será menos nocivo –no solamente en términos económicos, sino para preservar la dignidad del país– y, que por tanto, nos dejará abiertas las posibilidades para seguir construyendo la democracia que queremos. Ahora bien, la validez práctica y ética de esa difícil opción depende, precisamente, de que conservemos la distancia crítica, de que no demos rienda suelta a un entusiasmo sin base, pues nuestras opciones de mejorar a partir de un mal menor dependen de que lo reconozcamos como tal y actuemos en consonancia con ello. Y sin embargo, a menudo la crítica resulta avasallada por una adhesión más pasional.
¿Cuáles podrían ser tanto las causas cuanto los resultados de esta frecuente transformación? En lo que atañe a las causas, creo que una de ellas estriba en el miedo que –en ocasiones de modo fructífero– se nos presenta bajo la figura de amenazas posibles a nuestra existencia personal y social, ya sea en el terreno del bienestar material, ya sea en la dimensión ético-política de la justicia y del ejercicio de nuestras libertades. Si a este miedo, que ofrece la impresión de desvanecerse una vez que hemos entregado nuestra confianza a alguien, se le suma la tendencia a la identificación entre lo que pensamos y lo que desearíamos que pensase la gente a la cual nos hemos acercado, el resultado difícilmente podrá ser otro que la tergiversación o el abandono de nuestra originaria neutralidad y la cerrada defensa de posiciones que no hace mucho tiempo atrás rechazábamos o criticábamos. De algún modo, esta inclinación es muy explicable. La esperanza es, diríase, consustancial a nuestra naturaleza humana. Y esa esperanza nunca se pierde, porque no es un sentimiento acabado sino el que se construye día tras día. Cada situación inédita que enfrentamos nos conduce a reajustar las dimensiones y el contenido de nuestras esperanzas. La voluntad de creer nos orienta a colocar en la única opción disponible aquellos atributos que mejor se corresponden con lo que desearíamos fuera cierto.
Un efecto mayor de este fenómeno, y que tiñe toda nuestra vida social, estriba en el peligro de una lamentable polarización que no solamente divide a las personas originando agravios mutuos e intolerancia sino que también refuerza las posturas más extremas en las opciones en liza, pues en una viciosa circularidad ellas encuentran mayor legitimidad social cada vez que los enardecidos partidarios las alientan y les demandan ir más lejos del lugar al que ellos apuntaban.
En tanto humanos, somos seres complejos, poseemos razón, afectividad, voluntad. Somos conciencia que conoce, siente y valora. Hagamos de nuestra vida una experiencia permanente de equilibrio; que nuestra razón abandone la tentación del dogmatismo y se haga crítica, que nuestros afectos no nos obnubilen hasta el punto de llevarnos al abandono de una actitud vigilante, indispensable para una democracia como la que queremos.
Fuente: Diario La República
Existen circunstancias en las que pueblos y personas, de modo imperceptible, tocados por los dilemas urgentes de la actualidad, transitan rápidamente del análisis racional, que brinda razones y posibilidades que no pueden ser dejadas de lado, a la dimensión anímica de lo irracional; así, abandonando la serenidad que siempre debe acompañar a la reflexión para que ella sea certera y eficaz, abrazan prontamente la que pareciera ser una solución que aparece en un comienzo como la menos perniciosa. El grave problema es que, como se ha anotado, en estas personas las movimientos del alma conducen a una defensa de la postura ya elegida, olvidando que ella ha sido asumida como una opción condicionada y crítica. El discernimiento cauteloso cede el paso, de este modo, a un embelesamiento y hasta a un fervor militante por la opción proclamada. Se produce así el anonadamiento de la distancia crítica que siempre nos debiera acompañar y se incurre en una suerte de alienación que nos lleva a distorsionar una realidad compleja e insatisfactoria que antes apreciábamos con lucidez.
Hablamos, pues, de una claudicación como la que de algún modo se está dando en las actuales circunstancias electorales que se viven en el Perú. Una conjunción de factores nos ha colocado a muchos en la triste disyuntiva de elegir entre dos opciones que, en circunstancias distintas, veríamos como inaceptables. Y sin embargo, hay que elegir. Y es ahí donde nuestro discernimiento es puesto a prueba en la medida en que ya no se trata de optar entre lo que consideramos lo mejor para cada uno y para la colectividad; por el contrario, se trata de decidir sobre lo que prevemos será menos nocivo –no solamente en términos económicos, sino para preservar la dignidad del país– y, que por tanto, nos dejará abiertas las posibilidades para seguir construyendo la democracia que queremos. Ahora bien, la validez práctica y ética de esa difícil opción depende, precisamente, de que conservemos la distancia crítica, de que no demos rienda suelta a un entusiasmo sin base, pues nuestras opciones de mejorar a partir de un mal menor dependen de que lo reconozcamos como tal y actuemos en consonancia con ello. Y sin embargo, a menudo la crítica resulta avasallada por una adhesión más pasional.
¿Cuáles podrían ser tanto las causas cuanto los resultados de esta frecuente transformación? En lo que atañe a las causas, creo que una de ellas estriba en el miedo que –en ocasiones de modo fructífero– se nos presenta bajo la figura de amenazas posibles a nuestra existencia personal y social, ya sea en el terreno del bienestar material, ya sea en la dimensión ético-política de la justicia y del ejercicio de nuestras libertades. Si a este miedo, que ofrece la impresión de desvanecerse una vez que hemos entregado nuestra confianza a alguien, se le suma la tendencia a la identificación entre lo que pensamos y lo que desearíamos que pensase la gente a la cual nos hemos acercado, el resultado difícilmente podrá ser otro que la tergiversación o el abandono de nuestra originaria neutralidad y la cerrada defensa de posiciones que no hace mucho tiempo atrás rechazábamos o criticábamos. De algún modo, esta inclinación es muy explicable. La esperanza es, diríase, consustancial a nuestra naturaleza humana. Y esa esperanza nunca se pierde, porque no es un sentimiento acabado sino el que se construye día tras día. Cada situación inédita que enfrentamos nos conduce a reajustar las dimensiones y el contenido de nuestras esperanzas. La voluntad de creer nos orienta a colocar en la única opción disponible aquellos atributos que mejor se corresponden con lo que desearíamos fuera cierto.
Un efecto mayor de este fenómeno, y que tiñe toda nuestra vida social, estriba en el peligro de una lamentable polarización que no solamente divide a las personas originando agravios mutuos e intolerancia sino que también refuerza las posturas más extremas en las opciones en liza, pues en una viciosa circularidad ellas encuentran mayor legitimidad social cada vez que los enardecidos partidarios las alientan y les demandan ir más lejos del lugar al que ellos apuntaban.
En tanto humanos, somos seres complejos, poseemos razón, afectividad, voluntad. Somos conciencia que conoce, siente y valora. Hagamos de nuestra vida una experiencia permanente de equilibrio; que nuestra razón abandone la tentación del dogmatismo y se haga crítica, que nuestros afectos no nos obnubilen hasta el punto de llevarnos al abandono de una actitud vigilante, indispensable para una democracia como la que queremos.
0 comentarios:
Publicar un comentario