Cómo podía imaginar el joven Pedro Azabache que luego de siete largos días de sinuoso y escarpado viaje resbalaría e iría a posar su flamante pantalón sobre el encerado piso de la Escuela de Bellas Artes de Lima la mañana en que debía rendir su examen para ser admitido en la crema de lo más selecto de los colores y las figuras del Perú del año 1937.
La larga travesía de Moche, milenario y verde valle cerca a Trujillo, no podía haber sido más tortuosa. Sin embargo el arco iris en su rostro de tanta vergüenza le dejaría huella indeleble.
Rodar por el piso y levantarse. Vivir el intenso color del primer plano: los rostros solidarios, pero risueños, de dos de sus futuros e inmortales maestros. José Sabogal y Julia Codesido, máximos exponentes de indigenismo en el Perú, cuyas huellas perduran influyentes hasta hoy.
¡Qué más podría pedir el provinciano que por primera vez llegaba a la moderna Lima de entonces! –exclama el pintor.
Entonces, las huellas que lo regresaron a Moche. Pedro Azabache sigue paseando sus pasos muy cerca a las milenarias, inefables, y tan presentes, Huacas del Sol y la Luna; paisaje y sentimiento de una larga, muy larga vida.
Entonces la soledad de siempre. La mujer-compañera que no fue. Entradas a solas a la iglesia. Es que la pasión del color y sus sentimientos exigen fidelidad absoluta. Solo soledad sola. Pedro pregunta a la noche. Un nudo atraganta la vida. ¿Vale tanto color el sacrificio?, dice. Un torrente de colores e imágenes le responden. Es la vida, su vida.
Al rayar el alba, rodeado de árboles, acequias, cerros y por el bullicio de pájaros y bueyes, el pintor plasma sus colores preferidos: rojos y amarillos, los calientes, como el alma de sus ancestros que perduran en las policromías de las huacas cercanas.
El alto techo de su inmenso taller, con olor a hierba y musgo, cobija recuerdos e imágenes. Amores inolvidables. Es cuando vuelve su lucha contra la soledad. El genial mochero, con rabia infinita que le corroe la entraña, inicia el festival del óleo o la acuarela, del temple o el grabado, del pastel o los frescos en mural. Una pasión que le envuelve y gime secamente en el llanto del hombre que opta por la soledad: compañera de mil y un artistas.
¿Acaso la inspiración, piensa el artista, viene en forma, sabor y color a soledad? La tiene a borbotones como el discurrir del agua en el vecino río. Es una fusión que la encamina en su metamorfosis envolvente. El pintor no se da cuenta, no es consciente que su imagen ya se ha incorporado en el retablo cultural, que es ya componente del paisaje (de sol y tierra). Bienvenidas soledad e inspiración, mastica Pedro en soledad.
En sus obras viven, multicolores, los personajes del entorno: sus compañeros. Las bulliciosas procesiones las goza hasta el delirio. Rumia Pedro a la silenciosa anciana bajo las ramas del guabo, que le recuerda a la madre perdida. Festiva, la vendedora de leche, le sabe a recuerdo indeleble de la hermana ida. O la fresca sensación de las espumosas olas del mar que se llevó allende las olas a la amada con los hijos que no tuvieron. Que no fueron. O los pescadores convertidos en diestros jinetes que llegan y van, se hunden y afloran en sus caballitos de totora en forma de pincel y color aurora.
De vuelta al tiempo, al real y vivencial, al ahora, que pronto marcará el adiós.
Luego, la vuelta a la verde y bullanguera campiña. A escaso medio kilómetro, el sol hace resplandecer las inmensas pirámides de la milenaria Moche. Historia, tradición, color y sentimiento vuelven entonces al taller del Maestro. La Posada del Artista.
Fotografía: Alejandro Cernas Bazán
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