Es agradable poder comprobar que se toman medidas habituales para educar a los peruanos a reaccionar en el caso de catástrofes, como un fuerte sismo o un esperado maremoto que podría hacer bastante daño a los asentamientos costeros.
En eso, el Perú está a años luz de distancia de lo que es frecuente en España, donde nadie se acuerda de Santa Bárbara más que cuando truena..., y eso que suele tronar a menudo. No he visto allá la menor iniciativa de formación de la ciudadanía para prever las sucesivas e innumerables catástrofes que generan, cada año, las inundaciones que asolan el Levante español, o las gotas frías que suelen caer en otoño sobre el lugar que menos se espera, originando una tempestad explosiva con la energía de un huracán, pero concentrada en un espacio recucido y descargando en un tiempo récord. Tampoco hay una formación específica de cara a los incendios forestales que, durante el verano, ponen en peligro a personas y propiedades cuando un fuerte viento disloca las llamas y el frente de fuego se vuelve incontrolable.
En cambio, y hablando ya de aquí, del Perú, advierto una amenaza para la que no sé si la mayoría de sus habitantes están preparados, y me refiero a la enorme ola de jóvenes que llenan la ciudad hasta reventar.
Acostumbrado a vivir dentro de una pirámide demográfica que más parece una de las viejas Torres Gemelas neoyorkinas, sorprende mucho ver a tanto joven en las calles.
Los hay por todos sitios. En los buses, en las combis, manejando sus propios carros, deslizándose sobre sus skateboard; solos, en parejas, en tríos, en grupos más numerosos; entrando en las salas de cine o saliendo de ellas, alimentándose en sangucherías, sentados en los bancos de los parques y paseando por los malecones. Y, por supuesto, en las escuelas, academias y universidades.
Créanme que, en Europa, no se ven tantos jóvenes dando color al paisaje o formando parte de la estética de las ciudades.
Pero, sí, hubo un tiempo en que Europa mostraba el lado saludable de la pirámide demográfica de base ancha, y se hizo necesario crecer, ampliar los recursos e inventarse ocupaciones profesionales y carreras universitarias para tanto núbil que se apretujaba, guardando cola, para entrar a formar parte de la fuerza laboral.
Y ahí es donde está el peligro, pues esos jóvenes que ahora templan armas en los centros de formación no forman parte ya de una generación capaz de, el día de mañana, trabajar en cualquier sitio, de ganar dinero haciendo cualquier cosa, no. Sus expectativas han crecido; es más, no conocen otro modo de vivir que no sea desarrollando las capacidades que han adquirido, de forma que se puedan pagar el modo de vida que sus padres, con un esfuerzo a veces sobrehumano, les han enseñado que es el ideal.
Seguramente que no entra en las perspectivas de futuro de ninguno repetir la hazaña de unos progenitores que, desde un nivel social moderado, han sido capaces de prosperar para brindar a su prole las oportunidades que ellos no tuvieron, pero al precio de tener que elevar la oferta laboral de puestos mucho mejor remunerados.
Ya puede prepararse el Perú para crear a toda prisa el suficientemente amplio mercado laboral, que dé acogida a tanto joven con estudios acabados y listo para incorporarse a la faena; porque, si no es así, si no se dinamizan los resortes económico-sociales, de aquí a una década habrá tal superávit de jóvenes sin empleo que el asunto se convertirá en un problema mayúsculo capaz de trastrocar la base socio-económica de todo el país.
Más vale que, los responsables, vayan preparándose para enfrentar ese tsunami humano que se les viene encima a todos.
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