viernes, 15 de enero de 2016

¿Un mundo salvado?

Por Ramiro Escobar la Cruz (*)

Hay que preguntarse, sin embargo, si lo logrado en la COP21 de París es real, viable, factible. Hay que pensar si, en verdad, hemos dado un gran paso
Todavía se comenta a nivel global —con entusiasmo, con prudencia o con escepticismo— los resultados de la COP21 de París, la conquista de un acuerdo climático que, casi al filo de la hora y el riesgo, pone sobre la mesa de la Humanidad la posibilidad de no auto-destruirse, o por lo menos de no socavar, por cuenta propia, una mínima calidad de vida. 

Hay que preguntarse, sin embargo, si lo logrado es real, viable, factible. Hay que pensar si, en verdad, hemos dado un gran paso. Lo hemos dado sí, aun cuando sea por ahora solo una pisada tímida. Lo central y esperanzador del naciente documento que trata de luchar contra la amenaza del calentamiento global es que, por primera vez, todos se mojan para bajar el calor. A diferencia de lo ocurrido con el Protocolo de Kioto (1997), que comprometía solamente a las grandes potencias de entonces a reducir sus emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI), acá el compromiso es mundial, involucra a débiles y poderosos.

Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, se trata de un cambio fundamental que en cierto modo reorganiza los vínculos, por lo general tensos, entre todas o casi todas las naciones. El riesgo climático ha propiciado que se bajen, en grados modestos pero reales, las defensas inexpugnables de lo que se concibe como ‘soberanía’. China y Estados Unidos, por citar a los dos países más emblemáticos y más emisores de GEI, han aterrizado finalmente en el pacto.

Con reticencias, discutiendo cada línea, pero lo han hecho. Aunque ahora no se perciba con plena claridad, la disposición de ambas potencias para mojarse en esta tarea es sintomática de cómo ha crecido la conciencia sobre el problema y cómo se comienzan a disolver (derretir acaso) las resistencias ideológicas o pragmáticas de los Estados. Las reticencias de la India (próximamente el país más poblado del planeta), por su parte, también hablan de los baches que aún persisten.

Este último país fue el que simbolizó, quizás con más fuerza, una idea que sigue flotando en el imaginario del desarrollo: tenemos que hacerlo, más o menos, cómo lo hicieron los países que ahora están en la cúspide del poder mundial. Poniéndolo en términos un poco rudos, la ‘mejor calidad de vida’ tiene que consistir en más coches, más artefactos eléctricos, más infraestructura. Más consumo, sobre todo, porque se supone que eso es lo que nos lleva hacia cierta ‘felicidad’.

Como escribo desde Latinoamérica, debo decir que por estos predios también se suele creer lo mismo, a pesar de que la realidad de un planeta exprimiendo sus recursos en aras del ‘progreso’ hace crisis frecuentemente, en la figura del agotamiento de los recursos (bosques en esta región, verbigracia), o hasta en el clamoroso estallido de un deterioro moral generalizado. Lo acordado en la COP21, si bien tímidamente, suelta un aire de cuestionamiento a ese torvo modus vivendi.

Habla de “estilos de vida y pautas de consumo y producción sostenibles” como “una contribución importante a los esfuerzos por hacer frente al cambio climático”. En esa y otras entrelíneas, está sembrada la probabilidad de que la economía, las finanzas, las inversiones, los aparatos productivos y la práctica social de los ciudadanos se desplacen hacia otro territorio. La economía ‘verde’ o ‘carbononeutral’ es, por el momento, una utopía, una entelequia, pero ya está puesta en el horizonte.

No es poca cosa en la turbulenta historia de nuestra especie. Mirko Lauer, columnista del diario peruano La República, ha hecho un parangón entre este acuerdo y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, y tiene razón. El acuerdo de la COP21 pone los rieles para que, nunca más, el problema climático (y el ambiental por extensión) sea ignorado y para que, a partir de este consenso alcanzando, tan difícilmente entre 196 delegaciones, se vaya abriendo trocha legal y políticamente.

A partir del 2016 el acuerdo tendrá que ser firmado y sucesivamente ratificado. Debe entrar en vigencia en el año 2020, cuando el Protocolo de Kioto fenezca. Se revisará cada cinco años, en el entendido de que las “contribuciones” ofrecidas por los países no alcanzan para que no sobrepasemos los peligrosos 2 grados centígrados por encima de la temperatura global hacia fin del siglo. Sintomáticamente, los negociadores de París se han atrevido incluso a pretender que el esfuerzo sea por menos de 1.5 grados.

Es como decir “sabemos que no alcanza”. La fuerza movilizadora de esos números puede ser grande, aunque tienen razón los que sostienen que no sirven de mucho si no se menciona en el texto, explícitamente, a las energías fósiles. James Hansen, un científico estadounidense pionero de las investigaciones climáticas, ha alertado en The Guardian sobre esa parte nebulosa del nuevo pacto y ha insistido en que la única forma de detener la amenaza es gravar los combustibles emisores de GEI.

En suma, el mundo no está salvado del serio desajuste al cual los propios humanos lo podríamos aproximar. Pero con lo acordado en París se pone a sí mismo un salvavidas, que luego deberá transitar hacia otra forma de navegar por la comarca planetaria. No es el final, es el inicio de un combate que, a diferencia de las miserables guerras que nos envuelven, pueden implicar una nueva concepción de la seguridad internacional, de las normas ambientales internacionales y hasta de las relaciones humanas.
Fuente: El País

(*) Ramiro Escobar es un periodista peruano especializado en temas internacionales y ambientales. Es profesor en la Pontificia Universidad Católica y en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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