
Por: Hugo Díaz Plasencia
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Miro, entonces, como el sol sobre las colinas expande su luz, despejando las densas nubes hacia la húmeda tierra; y es la fresca hierba que, al ser abrigada, abre sus tiernas manos para verdecer.
Es, con sigiloso abrazo, el que por tu ventana llega a tus mejillas, a tu frágil y encantador sueño, a tu bondad y a tu ardiente corazón. Se estalla allí, al penetrar en ti, en el veloz recorrido de tu sangre y dulce ser, abriendo tus ojos para contemplar juntos el mañana azul. Luz de luz, su luz, tu luz. Nuestra ardiente luz.
Escucho, entonces, que las aves trinan y elevan sus alas para cruzar los cielos en inagotable vuelo. Escucho las ovejas balar, al pollino o al grillo trasnochado o a una rana aún croar en su último bostezo.
Escucho los pasos de los abuelos y los giros del niño tras el pasto. Un silbido que te vibra en el alma con increíble yaraví. Escucho tu resuello y ya dentro de ti vibrar el latido constelado del universo.
Aspiro, entonces, la aroma dulce del aire, su vital alimento inhalándose en las hojas y en el velo de la flor; tu resuello con el mío en el aire, aire de fresca caña de mayo. La aroma de la tierra, del manzano, del limón y de la uva.
Aspiro en él el barro, la semilla y el fruto, con hondura universal, su inmaculado modo de nacer. Es un suspiro interminable que se expande en el vientre, en el pecho, en las colinas, en la brisa del mar, en el ágil nado del delfín, en las ostras marinas, en el inmenso firmamento.
Y es, entonces, cuando allí turbado, emocionado, limpio, iluminado que palpo la tierra húmeda revolviéndola entre mis manos y dedos; sintiendo su suave y frágil imagen de perfil y abierta, su forma cabal : ¡oh, flor y hierba!; ¡oh, exquisitos frutos!; ¡oh, agua, perla, diamante y cristal!. El apego a tus entrañas, divino ser.
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