Por: Luis Enrique Plasencia.Mucho hemos criticado la imposición de la dictadura del mercado, o libre mercado, como quiera llamársele. También hemos criticado el monopolio empedernido y malsano que roe y corroe. A menudo, nos hemos enfrascado en calurosas discusiones y, a menudo, no todos hemos salido bien parados de ellas. Las contusiones, a veces, se llevan hasta más allá del debate candente y nos estrellan en el pavimento resquebrajado de los asuntos personales. Y más.
Yo he sido partícipe, en no pocas ocasiones, de estas trifulcas “cultas”.
Creo, sinceramente, que un buen libro no lo es porque se venda en medio mundo, sino porque se lee hasta en las casas de esteras de los pueblos jóvenes. Y será bueno porque llegó ahí acompañado del coro multicolor de las voces que antes lo leyeron y saborearon. Pero será mejor si se impregna en el inconsciente colectivo como la sombra del árbol que nos acoge y nos refresca.
Personalmente, creo que la publicidad es un canto de sirena y nosotros simples Odiseos apenas amarrados a cualquier leve vanidad de la vida. Por eso casi siempre he leído libros que mis amigos nombraban. Han existido excepciones, claro, pero en el caso de la lectura las reglas son inintelegibles.
A veces los libros resultaron un fiasco. A veces me han obligado a leerlos decenas de veces. A veces no los he terminado de leer porque no quiero terminar con el placer o a veces no los empiezo por darme el lujo de tener algo pendiente qué hacer.
De la Biblia, siempre me fascinó el libro de Rut, aunque los “hermanos” lo hayan casi olvidado. Y detesto los cuatro evangelios porque me parecen un clásico ejemplo del “teléfono malogrado”. Cuando veo que mis colegas piden a sus alumnos leer “María”, me agarro la barriga para no morirme de la risa, pero me sereno con una alusión a Vargas Vila. Y si me dan a elegir entre Vargas Llosa y Borges, elijo a Álvaro Mutis y a su hijo putativo, Maqrol. En fin, a estas alturas, ya muchos estarán diciendo que estoy volado. Pero es cierto, al menos para mí.
En un mundo más real y local, las cuestiones son las mismas, aunque a veces más riesgosas todavía. Como persona cercana a algunos libros, siempre he tenido que lidiar con un sinfín de situaciones. Entre ellas una en la que un celebérrimo escritor decidió vender sus libros justo en la puerta de nuestro stand en una feria. Durante las cinco horas que estuvo allí, nadie nos visitó. O, una más actual en la que unos amigos muy queridos le escribieron un anónimo a mi socia y financista acusándome de ser un delincuente de poca monta, sin contar que, al hacerlo desde mi propia computadora, me obsequiarán la facilidad de dar con el IP y con uno de los desengaños más grandes de mi vida. Fue una guerra no declarada en la que se fortaleció la confianza con mi socia, pero se llevó por delante uno de mis proyectos más luchados.
Pero tengo marcado en la frente un no sé qué de librero (o de librejero) a causa del cual me busca la gente. Y hasta me exigen que siga sólo el camino que inicié tan bien acompañado.
La verdad, ahora estoy masticando la idea que, a veces, me gusta. Y no por el hecho de obligar a mis alumnos a comprar un libro en mi librería o por poner la foto de mi hija en todos los materiales publicitarios de mi empresa. Si lo hago un día lo haría simplemente porque un libro es el pretexto perfecto para que Alejandro Benavides se anime al fin, después de cuarenta años, a escribir “Los Bodruño”, por ejemplo o para que Alberto “el negro” Alarcón venga a hablarme de los libros que leyó, sin hacer caso a las opiniones convertidas en diatribas por insolentes altavoces o para que Eduardo González Viaña siga contándome las historias que no conozco de mi pueblo. También para que los libros que leí lleguen a otros, como las hojas que el viento transforma en instrumentos musicales.
Los libros son la esencia de una persona. Esta esencia puede ser la fragancia más perfumada para unos o la pestilencia concentrada, para otros. De eso no cabe ninguna duda. Por eso será que los amamos tanto, a pesar de los amigos que perdemos.
Yo he sido partícipe, en no pocas ocasiones, de estas trifulcas “cultas”.
Creo, sinceramente, que un buen libro no lo es porque se venda en medio mundo, sino porque se lee hasta en las casas de esteras de los pueblos jóvenes. Y será bueno porque llegó ahí acompañado del coro multicolor de las voces que antes lo leyeron y saborearon. Pero será mejor si se impregna en el inconsciente colectivo como la sombra del árbol que nos acoge y nos refresca.
Personalmente, creo que la publicidad es un canto de sirena y nosotros simples Odiseos apenas amarrados a cualquier leve vanidad de la vida. Por eso casi siempre he leído libros que mis amigos nombraban. Han existido excepciones, claro, pero en el caso de la lectura las reglas son inintelegibles.
A veces los libros resultaron un fiasco. A veces me han obligado a leerlos decenas de veces. A veces no los he terminado de leer porque no quiero terminar con el placer o a veces no los empiezo por darme el lujo de tener algo pendiente qué hacer.
De la Biblia, siempre me fascinó el libro de Rut, aunque los “hermanos” lo hayan casi olvidado. Y detesto los cuatro evangelios porque me parecen un clásico ejemplo del “teléfono malogrado”. Cuando veo que mis colegas piden a sus alumnos leer “María”, me agarro la barriga para no morirme de la risa, pero me sereno con una alusión a Vargas Vila. Y si me dan a elegir entre Vargas Llosa y Borges, elijo a Álvaro Mutis y a su hijo putativo, Maqrol. En fin, a estas alturas, ya muchos estarán diciendo que estoy volado. Pero es cierto, al menos para mí.
En un mundo más real y local, las cuestiones son las mismas, aunque a veces más riesgosas todavía. Como persona cercana a algunos libros, siempre he tenido que lidiar con un sinfín de situaciones. Entre ellas una en la que un celebérrimo escritor decidió vender sus libros justo en la puerta de nuestro stand en una feria. Durante las cinco horas que estuvo allí, nadie nos visitó. O, una más actual en la que unos amigos muy queridos le escribieron un anónimo a mi socia y financista acusándome de ser un delincuente de poca monta, sin contar que, al hacerlo desde mi propia computadora, me obsequiarán la facilidad de dar con el IP y con uno de los desengaños más grandes de mi vida. Fue una guerra no declarada en la que se fortaleció la confianza con mi socia, pero se llevó por delante uno de mis proyectos más luchados.
Pero tengo marcado en la frente un no sé qué de librero (o de librejero) a causa del cual me busca la gente. Y hasta me exigen que siga sólo el camino que inicié tan bien acompañado.
La verdad, ahora estoy masticando la idea que, a veces, me gusta. Y no por el hecho de obligar a mis alumnos a comprar un libro en mi librería o por poner la foto de mi hija en todos los materiales publicitarios de mi empresa. Si lo hago un día lo haría simplemente porque un libro es el pretexto perfecto para que Alejandro Benavides se anime al fin, después de cuarenta años, a escribir “Los Bodruño”, por ejemplo o para que Alberto “el negro” Alarcón venga a hablarme de los libros que leyó, sin hacer caso a las opiniones convertidas en diatribas por insolentes altavoces o para que Eduardo González Viaña siga contándome las historias que no conozco de mi pueblo. También para que los libros que leí lleguen a otros, como las hojas que el viento transforma en instrumentos musicales.
Los libros son la esencia de una persona. Esta esencia puede ser la fragancia más perfumada para unos o la pestilencia concentrada, para otros. De eso no cabe ninguna duda. Por eso será que los amamos tanto, a pesar de los amigos que perdemos.
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