Autor: Guillermo Giacosa
Columnista del diario Perú 21
Hervé Kempf, periodista de Le Monde y especializado en la defensa del medio ambiente, ha escrito un artículo donde afirma que “por primera vez, la humanidad se topa con el límite de los recursos naturales”. Sostiene que para diseñar políticas ecológicas hay que priorizar valores opuestos a los que rigen el ordenamiento económico y social actual. Kempf cree que la única salida al problema implica romper las amarras que nos ligan al capitalismo, pues este está trabado por la corrupción, la gula, la ceguera y el apetito especulativo de sus operadores. Este sistema, opina Kempf, “es el responsable de la crisis ecológica que amenaza la existencia misma de nuestra aventura humana, y el único remedio es romper su ciclo y restaurar e inventar otros valores antes de que un cataclismo nos trague a todos. Hoy, el sistema capitalista ni siquiera es capaz de garantizar la supervivencia de las generaciones futuras. Para salvar el planeta hay que salir del liberalismo”.
La receta suena bien, y quizá sea tan buena como suena y tan cierta como lo sugieren los análisis del periodista pero, estoy seguro, ni aun la proximidad del abismo posee el poder de convicción suficiente para torcer la voluntad de quienes han obtenido posición, posesión y privilegios y que son, en última instancia, los dueños del poder económico y los socios preferidos de los medios de comunicación de masas. Sería o será quizá una lucha desigual en la que vencidos y vencedores serán devorados por la lógica implacable de un sistema que, sin muchas dudas, parece haber optado por el suicidio colectivo. Desgraciadamente, la parte del cuerpo social que prevé su desaparición no es, precisamente, la que manda sobre los miembros que tienen la posibilidad de hacernos desaparecer. No soy optimista. Y, no obstante, me parece sano escuchar las reflexiones de Kempf.
Él cree que los sectores privilegiados mantienen “un modelo cultural de hiperconsumo que difunde al conjunto de la sociedad a través de la televisión, la publicidad y las películas. Ese modelo tiene que cambiar, pero está tan arraigado en la manera de vivir de la oligarquía, con su enorme acumulación de riquezas, que esta se opone a esos cambios. Un millonario nunca aceptará andar en bicicleta porque su modelo, su poder, su prestigio, es el auto caro. Si queremos atenuar la crisis ecológica, ese es el modelo que debemos romper. Es necesario reducir el consumo material y el consumo de energía. Estamos, entonces, en plena confrontación entre la ecología y la justicia, por un lado, y con una representación del mundo totalmente inadaptada a los desafíos de nuestra época, por el otro”. Es decir, estamos ante una disyuntiva cuyo desenlace, salvo un milagro, es previsible.
Marx dijo, en su tiempo, que ninguna clase social se suicida. Hoy, ante la gravedad de la situación que enfrentamos, podríamos decir que, quebrando la ley que nos impulsa a la supervivencia, un grupo está resuelto a reemplazar el suicidio consciente por una inevitable y masiva destrucción cuya realidad se niega a aceptar.
Columnista del diario Perú 21
Hervé Kempf, periodista de Le Monde y especializado en la defensa del medio ambiente, ha escrito un artículo donde afirma que “por primera vez, la humanidad se topa con el límite de los recursos naturales”. Sostiene que para diseñar políticas ecológicas hay que priorizar valores opuestos a los que rigen el ordenamiento económico y social actual. Kempf cree que la única salida al problema implica romper las amarras que nos ligan al capitalismo, pues este está trabado por la corrupción, la gula, la ceguera y el apetito especulativo de sus operadores. Este sistema, opina Kempf, “es el responsable de la crisis ecológica que amenaza la existencia misma de nuestra aventura humana, y el único remedio es romper su ciclo y restaurar e inventar otros valores antes de que un cataclismo nos trague a todos. Hoy, el sistema capitalista ni siquiera es capaz de garantizar la supervivencia de las generaciones futuras. Para salvar el planeta hay que salir del liberalismo”.
La receta suena bien, y quizá sea tan buena como suena y tan cierta como lo sugieren los análisis del periodista pero, estoy seguro, ni aun la proximidad del abismo posee el poder de convicción suficiente para torcer la voluntad de quienes han obtenido posición, posesión y privilegios y que son, en última instancia, los dueños del poder económico y los socios preferidos de los medios de comunicación de masas. Sería o será quizá una lucha desigual en la que vencidos y vencedores serán devorados por la lógica implacable de un sistema que, sin muchas dudas, parece haber optado por el suicidio colectivo. Desgraciadamente, la parte del cuerpo social que prevé su desaparición no es, precisamente, la que manda sobre los miembros que tienen la posibilidad de hacernos desaparecer. No soy optimista. Y, no obstante, me parece sano escuchar las reflexiones de Kempf.
Él cree que los sectores privilegiados mantienen “un modelo cultural de hiperconsumo que difunde al conjunto de la sociedad a través de la televisión, la publicidad y las películas. Ese modelo tiene que cambiar, pero está tan arraigado en la manera de vivir de la oligarquía, con su enorme acumulación de riquezas, que esta se opone a esos cambios. Un millonario nunca aceptará andar en bicicleta porque su modelo, su poder, su prestigio, es el auto caro. Si queremos atenuar la crisis ecológica, ese es el modelo que debemos romper. Es necesario reducir el consumo material y el consumo de energía. Estamos, entonces, en plena confrontación entre la ecología y la justicia, por un lado, y con una representación del mundo totalmente inadaptada a los desafíos de nuestra época, por el otro”. Es decir, estamos ante una disyuntiva cuyo desenlace, salvo un milagro, es previsible.
Marx dijo, en su tiempo, que ninguna clase social se suicida. Hoy, ante la gravedad de la situación que enfrentamos, podríamos decir que, quebrando la ley que nos impulsa a la supervivencia, un grupo está resuelto a reemplazar el suicidio consciente por una inevitable y masiva destrucción cuya realidad se niega a aceptar.
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