miércoles, 17 de marzo de 2010

Crousillat de Motupe

Por: Carlos Reyna
Columnista del Diario La República
Imagen; Fuente: Carlincaturas

La así llamada Santísima Cruz de Motupe es uno de los más célebres objetos de culto del catolicismo popular en el norte del Perú.
Se la encuentra en las altas laderas del Cerro Chalpón, al final de unas empinadísimas escaleras, en una capilla construida para guarecerla y recibir a sus sufridos fieles.
La cruz está constituida de dos sencillos maderos de guayacán, lo suficientemente duros como para haber resistido siglo y medio desde que fue confeccionada. La hizo, a mediados del s. XIX, Fray Juan Agustín Abad, un fraile franciscano que se aisló en las alturas del cerro para hacer una vida de ermitaño que sólo dejaba los fines de semana para predicar en el pueblo de Motupe.
Un buen día, el fraile ermitaño desapareció para siempre. Nadie supo de él nunca más. Pero, como para que no lo olviden, dejó sembrada una singular inquietud entre los motupanos. Les había anunciado que un cataclismo los azotaría en cualquier momento, a no ser que hallaran tres milagrosas cruces que él había dejado en los cerros aledaños.
Los motupanos fieles buscaron con afán las cruces. Hurgaron en las pendientes de los cerros durante varios años. Más de uno se debe haber desbarrancado. Hasta que en agosto de 1866 por fin encontraron una de ellas en el Cerro Chalpón. Desde allí comenzó el culto a la célebre Cruz y el fraile se hizo efectivamente inolvidable.
Cada mes de agosto numerosos peregrinos llegan hasta el lugar de la Cruz y la bajan en procesión durante tres días hasta llegar a Motupe. A su ingreso estallan bombardas, fuegos artificiales y las campanas repican. Permanece unos diez días recibiendo a desinteresados creyentes que le ruegan diversos milagros y luego la devuelven al cerro.
Ahora bien, ¿qué indujo a don José Enrique Crousillat a irse precisamente a Motupe, a más de mil kilómetros de Lima, para buscar paliativo a su desbordante nostalgia por las riendas de Canal 4? Jueces comprables no son escasos en tierras más cercanas.
Quizás se volvió devoto de la Cruz. Acaso también le ha presentado un recurso de amparo. El hecho es que no parece haberle simpatizado a los milagrosos maderos pues la suerte le ha sido esquiva. Demasiado pícaro, pues don José Enrique. Y, ahora, como el fraile ermitaño de 1860, nadie sabe dónde está.

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