Autor: GERSON RAMÍREZ AVILA
laredino57@hotmail.com
A 95 km. de Trujillo se encuentra la ciudad de Otuzco. Multitud de peregrinos de muchos lugares del Perú la visitan, sobre todo en diciembre, época en que se celebra la fiesta oficial de la Inmaculada Virgen de la Puerta.
Mi estancia en aquella ciudad estuvo ligada a mi labor como docente del Instituto Pedagógico Estatal. Sin embargo, no solo fueron experiencias vividas entre las cuatro paredes del salón de clase, sino también una plenitud de circunstancias que ampliaron mi visión del país en que vivimos.
¿Yo, profesor de quechua?
Llegué al Instituto Pedagógico en marzo del 2002 por una carretera aún sin asfaltar y preocupado por la lluvia intensa que arreció en el camino. Allá debí esperar algunos días, mientras se resolvían los conflictos internos entre dos profesores que se disputaban la dirección como un codiciado trofeo y que, finalmente, la Dirección Regional se la encargó a una profesora.
Dictaría entre otros, un curso de quechua para estudiantes de educación primaria que cursaban el segundo año de la carrera. ¿Yo un curso de quechua? Sí. Y pronto tuve que hacerme a la idea, porque era el primer gran reto en mi desempeño como docente, y no tenía intenciones de defraudarme a mí mismo.
Las únicas nociones teóricas acerca del quechua las había recibido en la UNT, mi alma mater, de un ancashino burlón, pero de muy buena didáctica. Así que lo primero que hice fue echarme a buscar mis apuntes desperdigados en papelitos de toda laya donde solía anotarlos (¿todavía existían?), y busqué como un desquiciado ese breve manual en el que mi profesor había logrado sistematizar la gramática.
Después de tres noches de insomnio, esbozando un sílabo o algo parecido que guiara mi trabajo, me llegó finalmente una luz. Decidí que lo mejor sería iniciar ese curso con algo de historia. ¿Así me lo había enseñado Alicho? (mi maestro huaracino). No, pero yo entendí que de esta manera, hablándoles previamente acerca del imperio de los incas hasta la llegada de los españoles abriría el sendero hasta la comprensión de que el dominio de una lengua también es un vehículo para el conocimiento del mundo. Y así empezó mi clase inaugural. Desfilaron por el salón las rencillas entre Huáscar y Atahualpa, Francisco Pizarro con su hueste de matachines; Felipillo y el cura Valverde, y hasta aquella frase de “en qué momento se jodió el Perú”.
Aunque aquella primera sesión terminó solamente con la escritura y pronunciación de los pronombres personales, me pareció que al final había cumplido mi objetivo: entusiasmarlos. Y yo también me entusiasmé.
En las próximas sesiones aprendimos los números, a conjugar algunos verbos, las partes del cuerpo humano, y terminamos el ciclo con el diseño del gran paisaje andino, en el que muchos alumnos demostraron sus grandes dotes artísticas.
UN DÍA DE CLASE, POCOS ALUMNOS
Cierta mañana ingresé en el aula y solo encontré a la mitad de los alumnos. ¿Qué había pasado? Nada malo, felizmente. Un pueblo aledaño estaba de fiesta y un grupo de alumnos de esa sección integraban las bandas de músicos que animarían las festividades, y los demás, eran expertos en el arte de la pirotecnia y desde hacía dos días estaban levantando castillos.
Qué decir, entonces. Me interesé por saber algo más; después sonreí y continué con la clase. Es evidente que los profesores no conocemos las habilidades de nuestros alumnos, pero ¿cuán importante resultaría para lograr un mejor desempeño docente? Tenía en mis aulas músicos, coheteros, pintores aficionados, y hasta danzantes; sin embargo, bien hubiera podido considerarlos como simples estudiantes de la sierra, con notorias deficiencias en el manejo de la lengua.
PERMISO, PROFESOR, MAÑANA PARE MI VACA
La educación es un proceso dialéctico que permite el intercambio de experiencias entre profesores y alumnos. De este modo, el conocimiento de la idiosincrasia de los estudiantes supone una mejor práctica educativa.
En el Instituto los permisos estaban más que justificados porque tenían el peso de las responsabilidades familiares.
Yolanda
–Profesor, quiero un permisito…
–¡Para qué, Yolanda!
–Es que en Sanchique tengo una vaca preñada, y está de hoy para mañana, y no hay quién la asista…
Permiso concedido.
Cirilo (El Shiri)
–Profe, el lunes no vengo… Voy cortar la panca con mi viejito. ¿Sí?
–Anda , Shiri.
Luzmila
–Profesor, ¿sí me puedes dar permiso?
–Y adónde te vas…
–Aquí nomás, a la plaza. Es que mi hermana me ha traído a mi encargo.
Una muchacha se acerca y le alcanza a Luzmila un bebé de tres meses de nacido que ha empezado a berrear.
–Que mame y me vengo volando…
–Anda, Luzmila, y regresa cuando se haya dormido…
Esto es algo de lo que vi y viví en ese pueblo del ande. Aprendí a convivir con la idiosincrasia de estudiantes que no solo asistían a clase de lunes a viernes, sino que además formaban parte del sustento económico de sus familias, y otros, como la sonriente Luzmila, siendo ya madres de familia, no habían bajado la guardia y buscaban convertirse en profesionales.
La experiencia docente, vivida en cualquier lugar del país, está llena de retos, pero a fin de cuentas gratificantes y enriquecedoras. La labor del profesor es, según mi opinión, una de las oportunidades más dichosas para concientizar al hombre acerca de su condición, por los espacios de discusión que se generan dentro del aula.
Los fines de semana, mientras regresaba, imaginaba que esos breves caminos dibujados sobre la falda de los cerros eran los primeros trazos hechos por un niño que algún día aprendería a escribir. Y comprendía que yo no era profesor por el título que ostentaba, sino por todo lo que la vida estaba enseñándome, acerca de los hombres y mujeres de mi país.
laredino57@hotmail.com
A 95 km. de Trujillo se encuentra la ciudad de Otuzco. Multitud de peregrinos de muchos lugares del Perú la visitan, sobre todo en diciembre, época en que se celebra la fiesta oficial de la Inmaculada Virgen de la Puerta.
Mi estancia en aquella ciudad estuvo ligada a mi labor como docente del Instituto Pedagógico Estatal. Sin embargo, no solo fueron experiencias vividas entre las cuatro paredes del salón de clase, sino también una plenitud de circunstancias que ampliaron mi visión del país en que vivimos.
¿Yo, profesor de quechua?
Llegué al Instituto Pedagógico en marzo del 2002 por una carretera aún sin asfaltar y preocupado por la lluvia intensa que arreció en el camino. Allá debí esperar algunos días, mientras se resolvían los conflictos internos entre dos profesores que se disputaban la dirección como un codiciado trofeo y que, finalmente, la Dirección Regional se la encargó a una profesora.
Dictaría entre otros, un curso de quechua para estudiantes de educación primaria que cursaban el segundo año de la carrera. ¿Yo un curso de quechua? Sí. Y pronto tuve que hacerme a la idea, porque era el primer gran reto en mi desempeño como docente, y no tenía intenciones de defraudarme a mí mismo.
Las únicas nociones teóricas acerca del quechua las había recibido en la UNT, mi alma mater, de un ancashino burlón, pero de muy buena didáctica. Así que lo primero que hice fue echarme a buscar mis apuntes desperdigados en papelitos de toda laya donde solía anotarlos (¿todavía existían?), y busqué como un desquiciado ese breve manual en el que mi profesor había logrado sistematizar la gramática.
Después de tres noches de insomnio, esbozando un sílabo o algo parecido que guiara mi trabajo, me llegó finalmente una luz. Decidí que lo mejor sería iniciar ese curso con algo de historia. ¿Así me lo había enseñado Alicho? (mi maestro huaracino). No, pero yo entendí que de esta manera, hablándoles previamente acerca del imperio de los incas hasta la llegada de los españoles abriría el sendero hasta la comprensión de que el dominio de una lengua también es un vehículo para el conocimiento del mundo. Y así empezó mi clase inaugural. Desfilaron por el salón las rencillas entre Huáscar y Atahualpa, Francisco Pizarro con su hueste de matachines; Felipillo y el cura Valverde, y hasta aquella frase de “en qué momento se jodió el Perú”.
Aunque aquella primera sesión terminó solamente con la escritura y pronunciación de los pronombres personales, me pareció que al final había cumplido mi objetivo: entusiasmarlos. Y yo también me entusiasmé.
En las próximas sesiones aprendimos los números, a conjugar algunos verbos, las partes del cuerpo humano, y terminamos el ciclo con el diseño del gran paisaje andino, en el que muchos alumnos demostraron sus grandes dotes artísticas.
UN DÍA DE CLASE, POCOS ALUMNOS
Cierta mañana ingresé en el aula y solo encontré a la mitad de los alumnos. ¿Qué había pasado? Nada malo, felizmente. Un pueblo aledaño estaba de fiesta y un grupo de alumnos de esa sección integraban las bandas de músicos que animarían las festividades, y los demás, eran expertos en el arte de la pirotecnia y desde hacía dos días estaban levantando castillos.
Qué decir, entonces. Me interesé por saber algo más; después sonreí y continué con la clase. Es evidente que los profesores no conocemos las habilidades de nuestros alumnos, pero ¿cuán importante resultaría para lograr un mejor desempeño docente? Tenía en mis aulas músicos, coheteros, pintores aficionados, y hasta danzantes; sin embargo, bien hubiera podido considerarlos como simples estudiantes de la sierra, con notorias deficiencias en el manejo de la lengua.
PERMISO, PROFESOR, MAÑANA PARE MI VACA
La educación es un proceso dialéctico que permite el intercambio de experiencias entre profesores y alumnos. De este modo, el conocimiento de la idiosincrasia de los estudiantes supone una mejor práctica educativa.
En el Instituto los permisos estaban más que justificados porque tenían el peso de las responsabilidades familiares.
Yolanda
–Profesor, quiero un permisito…
–¡Para qué, Yolanda!
–Es que en Sanchique tengo una vaca preñada, y está de hoy para mañana, y no hay quién la asista…
Permiso concedido.
Cirilo (El Shiri)
–Profe, el lunes no vengo… Voy cortar la panca con mi viejito. ¿Sí?
–Anda , Shiri.
Luzmila
–Profesor, ¿sí me puedes dar permiso?
–Y adónde te vas…
–Aquí nomás, a la plaza. Es que mi hermana me ha traído a mi encargo.
Una muchacha se acerca y le alcanza a Luzmila un bebé de tres meses de nacido que ha empezado a berrear.
–Que mame y me vengo volando…
–Anda, Luzmila, y regresa cuando se haya dormido…
Esto es algo de lo que vi y viví en ese pueblo del ande. Aprendí a convivir con la idiosincrasia de estudiantes que no solo asistían a clase de lunes a viernes, sino que además formaban parte del sustento económico de sus familias, y otros, como la sonriente Luzmila, siendo ya madres de familia, no habían bajado la guardia y buscaban convertirse en profesionales.
La experiencia docente, vivida en cualquier lugar del país, está llena de retos, pero a fin de cuentas gratificantes y enriquecedoras. La labor del profesor es, según mi opinión, una de las oportunidades más dichosas para concientizar al hombre acerca de su condición, por los espacios de discusión que se generan dentro del aula.
Los fines de semana, mientras regresaba, imaginaba que esos breves caminos dibujados sobre la falda de los cerros eran los primeros trazos hechos por un niño que algún día aprendería a escribir. Y comprendía que yo no era profesor por el título que ostentaba, sino por todo lo que la vida estaba enseñándome, acerca de los hombres y mujeres de mi país.
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