
Por Eduardo González Viaña
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El primer norteamericano que conocí en Oregon vivía sobre uno de los árboles de mi jardín. Como estábamos en un caliente verano, no me extrañó que durmiera a pierna suelta sobre una rama indolente durante casi toda la tarde, pero despertaba de noche y el esplendor de sus ojos fulguraba como fulguran las estrellas que caen sobre la hierba en esa estación del año.
Aunque su forma de caminar semejaba la de un policía secreto, no trabajaba, y los delirios de su bohemia ultrajaban los oídos de una vecina moralista, pero a mí no me despierta una banda de músicos, ni me interesan las costumbres nocturnas de mis prójimos, de manera que siempre nos llevamos bien, y por la mañana cuando yo salía al trabajo nos hacíamos un parco saludo con los ojos que no pasó de allí porque ambos somos sobrios de palabras.
No sé quién me dijo que esa presencia intrusa en mi jardín atentaba contra mis derechos de propiedad, pero aquello no me convenció porque él había estado allí desde antes que yo, y es bien sabido que la posesión genera propiedad en la mayor parte de las legislaciones del mundo. Además, nunca me sentí invadido, ni al comienzo, ni cuando el gringuito, que ya me había agarrado confianza saltaba al techo y por fin a la puerta de mi casa en donde se estiraba y bostezaba todo el tiempo hasta que logró causarme cierta envidia.
De la envidia pasé a la humana consideración de que mi vecino bohemio necesitaba quién lo alimentara sin hacérselo notar demasiado para no herir sus sentimientos, y un fin de semana fui a una tienda de “pets” para comprar comida de gatos y un plato especial que disimulé junto al felpudo de la entrada, y nuestra relación se convirtió en el intercambio matinal y vespertino de un plato de comida por un ronquido agradecido y alguna que otra mirada entre afectuosa y displicente, junto a la puerta de mi casa..
¿Con qué nombre llamarlo después? Se me ocurrió que podía bautizarlo con el de Carlos porque recordé unos versos de Vallejo que repito de memoria: “¿Quién no se llama Carlos? ¿Quién no tiene un vestido azul? ¿Quién al gato no le dice gato, gato?”
Cuando llegó el invierno, extrañamente duro para estos predios, pensé que Carlos no podía continuar alternando la rama con el techo, y le ofrecí el calor de mi casa que, en un primer momento, declinó sin decir una palabra, pero mi conciencia no me permitía dormir tranquilo de esa forma, y una noche le puse el plato de comida dentro de la casa, y cerré la puerta de súbito, con lo que Carlos se convirtió en el amigo que dormía junto a la chimenea o que hacía acrobacias en el filo de las ventanas más altas de mi casa. A veces incluso, llegaba tarde de la calle y tocaba la puerta para que lo dejara entrar, probar sus alimentos y gozar del calor nocturno de una casa humana.
En ese momento, ¿me había convertido yo en el dueño de un gato? ¿o más bien el gato se había convertido en mi propietario? Lo segundo es más convincente porque estas criaturas conservan todo el tiempo su atavismo de fieras independientes, y en vez de aceptar una caricia sobre su lomo son ellas las que se restriegan en nuestros pantalones o aceptan con indiferencia algunas palmaditas sobre la cabeza.
Al llegar la primavera, Carlos volvió a vivir en la calle, aunque religiosamente aparecía a reclamar sus alimentos en mi puerta a las cinco y media de la mañana, hora en que salgo al gimnasio, y después aproximadamente a las seis de la tarde cuando suelo regresar de la universidad. Para entonces, mi gato (o más bien, “el” gato) había aprendido a sobornarme con una nueva gracia. No sé cómo se enteraba de que mi carro estaba llegando, y corría desde una cuadra antes a la velocidad de un galgo para subirse luego sobre el capó e interrogarme con la mirada acerca de si había comprado la nueva marca de comida de gatos que anuncia la televisión. Otra forma de hacerme ver que correspondía mis cuidados era dejarme de vez en cuando como obsequio un pajarito muerto a la puerta en la suposición de que tal vez soy un gato grande, y aquellos son también mis alimentos.
Esas y otras gracias me compraron el corazón durante dos años. Pero además, Carlos y yo nos parecíamos en ese afecto que conserva distancias y asegura independencias, de manera que en las ocasiones en que yo salía de viajes, no tuve que preocuparme por buscar quién cuidara del gato, y siempre lo volvía ver contento y curioso tratando de saber qué es lo que había traído en mis maletas.
El tercer año desapareció durante todo el verano y parte del otoño sin dejar una nota explicatorio, y una vez más en mi vida aprendí que sin amparo y sin amor, se conoce cómo es de veras el silencio. Pero una noche de mediados de octubre, Carlos tocó mi puerta y, sin hacer el menor comentario, ordenó con los ojos que le sirviera su plato junto a la chimenea. El cuarto verano desapareció otra vez, y otra vez se volvió visible cerca del invierno.
El asunto es que para la fiesta del Thanksgiving, el tercer jueves de noviembre, unos vecinos vinieron a mi casa para invitarme a la suya, y en cuanto vieron a Carlos, no pudieron contenerse: “Pero si es Garfield, nuestro gato! Suele aparecer en el verano a la puerta de nuestra casa, y siempre se va con nosotros a veranear en la Florida”
No quiero entretenerlos más con esta historia que no es una historia sino una carta de las que suelo enviar en el “Correo de Salem”. Hace unas semanas regresé a casa luego de unas vacaciones que me llevaron al Egipto, Holanda, Miami y el Perú, pero desde entonces hasta ahora no he vuelto a ver a Carlos, y no sé si lo veré más en esta vida porque un vecino me habla de un atropello automovilístico, y otro me dice que tal vez se ha ido a vivir en Canadá.
Los pájaros migratorios ya navegan sobre los cielos de Oregon inventando el otoño, y muy pronto las ballenas comenzarán a cantar y deslizarse a poca distancia de nuestras costas, pero Carlos no aparece ni en el mar ni en el cielo, y yo no termino de preguntarme qué misterioso designio nos hace camaradas, compinches, cómplices, amigos y acaso parientes de las criaturas que nos miran desde los árboles.
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