Por Eduardo González Viaña
A comienzos de 1917, los astrónomos anunciaron un desastre cósmico. Una oleada de meteoros colisionó con Júpiter. Debido a ello, una región entera, más grande que la América terrestre, había sido borrada del mapa. Ahora, otra ola de meteoros se estaba dirigiendo hacia la Tierra.
En mayo de ese año, la bailarina suiza Norka Rouskaya había escandalizado Lima. Acompañada por periodistas y amigos, bailó semidesnuda la Danza Fúnebre de Chopin en el interior del Cementerio Presbítero Maestro. Sus compañeros terminaron en la cárcel. Entre ellos se encontraban el poeta Abraham Valdelomar y el ensayista José Carlos Mariátegui, un joven de 26 años quien acababa de ingresar al Comité de Propaganda Socialista y pronto se convertiría en el primer teórico marxista de América.
El 17 de septiembre, cuando todos hablaban del fin del mundo, Norka llegó a Trujillo para actuar en el teatro “Ideal”.
Sin embargo, antes de comenzar, la bailarina pidió la palabra. “Los ricos se han convertido en vampiros y dominan el mundo” -señaló y agregó- “Si esto es así, danzaré en honor del fin del mundo”.
Los jóvenes de la “Bohemia” la aclamaron. En “La Reforma”, Antenor Orrego escribió que “esta mujer transparente danza sobre luces traídas de otro espacio”. José Eulogio Garrido la llamó “hada incorpórea”. Óscar Imaña le declaró su amor en un poema.
Las piernas de Norka, sus palabras rebeldes y el entusiasmo de los jóvenes artistas fueron castigados por el periódico “La Opinión Pública” con un editorial lapidario: “Como en Lima, Norka Rouskaya nos ha mostrado que la desvergüenza no conoce límites. Si eso es arte, el arte debe desaparecer. Los artistas e intelectuales de la llamada bohemia de Trujillo son decadentes, amorales, viciosos, licenciosos, disolutos, livianos, obscenos, lujuriosos, calaveras, impúdicos, indecentes, incastos, escandalosos y crápulas”.
El director, Apolonio Moreno, reveló que había revisado el diccionario “y no hay adjetivos suficientes para calificar tanta impudicia”.
Entonces, el grupo de bohemios se puso a la obra. “El Arte responde: Música para el fin del mundo”, tituló “La Reforma” a un concierto de piano que ese periódico organizaba. A pedido de Antenor Orrego, Carlos Valderrama lo ofrecería en el teatro “Ideal” el 24 de septiembre, la noche del anunciado desastre cósmico.
Lo acompañaría la soprano argentina Andrea Yannuzzi que había llegado a Lima dos meses antes y se había trasladado de inmediato a Trujillo.
La hora final se aproximaba. A las diez y quince minutos de la noche, hora del Perú, las estrellas del Apocalipsis comenzarían a estrellarse, una tras otra, sobre la superficie terrestre. El lado del planeta que no recibiera los impactos quedaría sumergido en una noche que duraría cuatrocientos años, pues hasta entonces no habría de desvanecerse el humo de la destrucción.
César Vallejo había sido uno de los principales organizadores del concierto, pero no acudió al Teatro “Ideal” porque se quedó esperando a una esquiva Zoila Rosa Cuadra, y se perdió el fin del mundo.
En el “Ideal”, la noche comenzó con Puccini:
"E lucevan le stelle.../e olezzava la terra.../stridea l'uscio dell'orto.../e un passo sfiorava la'arena." (Y las estrellas brillaban, y un olor dulce subía de la tierra, mientras la puerta del jardín crujía, y un paso rozaba la arena). Andrea musitaba el inicio de Addio alla vita mientras el teatro la escuchaba con silencio religioso y, en la calle, la gente se preguntaba en qué lugar del mundo comenzarían a caer los astros errantes.
Desde las diez, los espectadores tenían sus relojes en la mano. Esperaban la hora fatal.
A las diez y media y a las once, nada ocurría. El concierto continuó.
La Tierra se salvó el 24 de septiembre de 1917. De forma inexplicable, los astros flamígeros llegaron hasta muy cerca de nuestro planeta, se detuvieron un instante y luego cambiaron de rumbo. Se fueron, dando botes, a hundirse y perderse en los océanos del universo y en los abismos de la nada.
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