lunes, 15 de febrero de 2016

La corrupción que roba y te roba

Por: Ramiro Escobar La Cruz (*)

Las prácticas corruptas son una plaga en América Latina. Es indispensable entender cómo gravitan en el desarrollo, en la desigualdad, en la escandalosa reproducción de la pobreza.

Las noticias de fechorías de alto nivel vienen de varios lados. En Brasil ha estallado un escándalo que rodea a la megacompañía petrolera estatal Petrobras, que involucra a la presidenta Dilma Rousseff, y que incluso tendría ramificaciones en otras comarcas de esta sufrida región. En Chile, un caso que involucra al hijo y a la nuera de la presidenta Michelle Bachelet ha sacudido, casi telúricamente, la imagen de un país que se preciaba de ser más “limpio”.

En Perú, la actual campaña presidencial ha puesto en vitrina la impronta inagotable de la corrupción: encabeza las encuestas Keiko Fujimori, la hija de Alberto Fujimori, un expresidente que está en el ránking mundial de los exlíderes más corruptos; peleando por el tercer lugar viene César Acuña, a quien recientemente se le han comprobado numerosos plagios para sus tesis de maestría y doctorado, este último logrado en la Universidad Complutense de Madrid.

Más abajo están dos expresidentes, Alan García y Alejandro Toledo, ambos también con serias acusaciones de corrupción y el primero de ellos implicado en una matanza carcelaria ocurrida en 1986 (Fujimori tiene imputaciones del mismo corte aún más graves, por eso está preso). Con todo, el rumor de que a la gente no le importa votar por quien “roba pero hace obra” corre, se asume como una verdad revelada, que además tendría vigencia en otros países latinoamericanos.

¿Es verdad que a muchos venezolanos no les importó votar por Hugo Chávez, y luego por Nicolás Maduro, a pesar de que hay crecientes evidencias de la corrupción gubernamental? ¿Son tan despistados una parte de los votantes peruanos como para tener con la mayor opción presidencial a la hija de un presidente preso que sigue las huellas de su padre? ¿Es tan difícil asociar, en el debate público, la corrupción con la desigualdad, la pobreza o la injusticia?

Hay una relación que no es difícil de establecer en estos tiempos, se tenga o no acceso a las redes sociales. El que le roba al Estado le roba a cada uno de nosotros, no solo al erario público; le arrancha a la sociedad hospitales, carreteras, escuelas. En octubre pasado, durante las asambleas del FMI y el Banco Mundial realizadas en Lima, el presidente de esta última entidad, Jim Yong Kim, lo dijo casi sin anestesia: “La corrupción en los gobiernos le roba oportunidades a los pobres”.

No es difícil ver las piezas de esta ecuación. Pero queda flotando la pregunta sobre si una parte de la población, que malvive desde siempre, no sólo no hace ese tipo de cálculos sino que, sabiéndolos, pasa de frente. Los resultados de algunas elecciones latinoamericanas alientan esa triste hipótesis, pero quizás no habría que ser tan concluyentes. Pensar que los ciudadanos más pobres son, sin duda alguna, tolerantes o pragmáticos con la corrupción es hasta insultante.

La tolerancia con la corrupción no viene en el ADN de los ciudadanos, más bien suele alimentarse del modo cómo funciona la estructura social, y en eso América Latina arrastra piedras indignas. Es la región más desigual del mundo, un territorio donde se ha reducido la pobreza pero en el cual los abismos sociales se profundizan y escandalizan. El mismo Kim observa que esto es “un obstáculo al crecimiento” y acaso un combustible para la corrupción.

Si vivo en una sociedad donde mis derechos no valen lo mismo que los de otros, la tentación de saltarse la norma es grande, a veces irrefrenable. Es una vía para amenguar el pozo de la inequidad, un escape frente a la injusticia. En esa lógica, el pobre vulnera la ley para sobrevivir; el rico, para defender sus privilegios. Al final, una sociedad ciega frente a la desigualdad crea circuitos perversos —corruptos, en suma— para mantener el escandaloso status quo.

Un sublevante episodio acontecido en 1999, durante el gobierno de Fujimori, retrata esa lógica perversa. Ese año, el 22 de octubre, 24 niños murieron envenenados en el pueblo de Tauccamarca, ubicado en una provincia del departamento del Cusco. La tragedia se debió a la ingestión, en un desayuno escolar, de un plaguicida. Fue un hecho accidental, pero que implicaba una responsabilidad: las autoridades debían haber sacado del mercado la mortal sustancia.

Estaba prohibida desde 1998 y si circulaba era porque ni el gobierno ni la empresa fabricante tuvieron el celo de retirarla, hasta que alguien, sin saberlo, la echó al desayuno citado. Había negligencia estatal y los afectados protestaron, infructuosamente. En el 2003, fui al lugar y el jefe de la comunidad me contó que el gobierno de entonces (Fujimori) les propuso callarse a cambio de la construcción de una carretera para llegar al pueblo, con la que no contaban.

Bueno, pues, se callaron y les hicieron la carretera… Cooptar a los ciudadanos más pobres con esos abominables métodos es una manera de apañar la impunidad. Es lo que, al parecer, ha hecho el chavismo en Venezuela: cállense, no miren nuestros abusos y tendrán viviendas, misiones, ayuda. Es lo que todavía se haría en los países mal situados en los índices de control de la corrupción en América Latina, elaborados por la World Wide Governance Indicators (WGI).

Con todo, como señala Alejandro Salas, director regional de Transparencia Internacional (TI) en un artículo escrito para la revista Nueva Sociedad en agosto del 2015, la conciencia sobre la corrupción “ya está bien instalada”. Si se habla ahora más de ella no es, necesariamente, porque haya aumentado, sino porque ha dejado de ser “una palabra prohibida en la agenda internacional”. Según TI, a menos institucionalidad, o más conflicto, más presencia de este mal.

Un mal que “les roba a las personas su futuro”, como en el 2008 declaró para la agencia IPS Huguette Labelle, entonces presidenta de esta organización, quien además observó que, en 2000, cuando se plantearon los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), la lucha contra la corrupción no fue incluida porque no se hablaba tanto de ella. Hoy, ya no existe excusa para ignorar el vínculo entre el robo inescrupuloso al Estado y sus severas consecuencias sociales.

La corrupción, en suma, no roba en abstracto; les roba a los ciudadanos, especialmente a los más pobres. Te roba a ti, a todos. Se adueña de lo común, para meterlo en un bolsillo infame o en una cuenta de paraíso fiscal. Pedir que la gente, o el votante, lo olviden es ponerle un precio, corrupto y demasiado alto, a la democracia. Es aplastar esperanzas de vida, como la de los niños de Tauccamarca, o de dignidad como la de muchos hombres y mujeres honestos de América Latina.

(*) Docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú y corresponsal de El País de España.

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